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“El hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte.  Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en Ti” (San Agustín, Confesiones).

Decía Federico García Lorca: “Sólo el misterio nos hace vivir. Sólo el misterio”. Y tanto Jorge L. Borges como Lewis Carroll, que comparten el honor de ser los autores no científicos ni filosóficos más citados en obras de filosofía y de ciencia, nos ofrecen en sus obras, como el mayor atractivo para su lectura, ese elemento inquietante que nos lleva al asombro, a la perplejidad; esa llamada que nos hace imaginar otros mundos y nos obliga también a pensar y a buscar una razón que nos dé respuestas para vivir en este, sobrecogidos ante tanto misterio.

¿Qué es el tiempo, la vida, quiénes somos cada uno y qué hacemos aquí? ¿Cómo nació toda esta inmensidad que podemos contemplar cuando miramos al cielo o nos adentramos en las profundidades de los mares? ¿Por qué nos empeñamos en hacerle daño a la Tierra que nos lo da todo, hasta nuestro propio cuerpo, y en contaminar el aire hasta hacerlo a veces tan irrespirable? ¿Qué sentido le estamos dando a nuestro deambular por el mundo y para qué, en definitiva, hemos venido? ¿Cuáles son las leyes que hacen funcionar tan armónicamente, aun a pesar nuestro, tanta diversidad y tan infinita belleza? Etc. etc. etc.

A esta búsqueda de respuestas al origen y las causas que existen detrás de todo, a esta especie de atracción amorosa e irresistible hacia el conocimiento que, a la vez, nos produce una cierta inquietud al no contar con respuestas claras que nos satisfagan, es a lo que llamamos filosofía. Pero también la ciencia es una afanosa búsqueda que, por distintos caminos de investigación, se funde a veces con la filosofía, ya que son las mismas inquietudes las que llevan al filósofo y al científico hacia nuevos descubrimientos que van abriendo paso e iluminando el camino del hombre en su transitar por el mundo.

¡El hombre! ¿Existe mayor incógnita que él mismo, un ser que es pura paradoja, tan cambiante, tan transitorio y a la vez tan eterno?

Se ha dicho y repetido que el hombre es filósofo por naturaleza. Pero entonces viene la ciencia y se pregunta: ¿dónde reside ese deseo o esa necesidad de encontrar respuestas, en qué lugar de nuestro cuerpo se aloja, en nuestro corazón, en nuestra mente? Los científicos han estado investigando y han descubierto que el cerebro humano ha sido genéticamente diseñado para sustentar creencias espirituales, o sea, que hay un espacio físico en nuestro cerebro donde se asienta nuestra conciencia. También hemos sabido últimamente, gracias al estudio de la antropología, que “lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estado de la historia de esa conciencia”, según ya afirmaba Mircea Eliade en su monumental obra sobre la historia de las creencias y las ideas religiosas, en contra del positivismo reinante.

La vida cotidiana puede ser realmente una aventura apasionante. Pero además, podemos hacerla muy entretenida y mucho más interesante si la enriquecemos dando un contenido filosófico a lo que hacemos en cada momento, desde lo más cotidiano a lo que irrumpe intempestivamente de forma inesperada. Para esos golpes bruscos que aparecen de golpe y que nos pueden zarandear hasta hundirnos si no estamos suficientemente preparados y bien agarrados a nuestro eje central, una verdadera preparación filosófica nos puede salvar del bache, incluso hacernos más fuertes y mejores tras superar la prueba. La experiencia de haber vivido momentos difíciles y haber sabido afrontarlos con entereza nos va a dar una gran seguridad y nos va a afianzar en el camino que hemos elegido.

Simplemente observando las cosas y los procesos de cambio y evolución que cada una conlleva, vamos cada día modificando nuestras actitudes y sentimientos hacia ellas y, al mismo tiempo, nos vamos conociendo un poco más a nosotros mismos y podemos ir creciendo al extraer siempre una experiencia positiva de lo vivido. Así avanzamos y podemos ir descubriendo poco a poco que la filosofía, la simple y natural búsqueda de la verdad y de lo que puede haber detrás de cada acontecimiento, da efectivamente respuestas cada vez más satisfactorias a nuestras inquietudes trascendentes, y es el mejor soporte para entender lo que la razón o la religión no son capaces de explicarnos ¿O sí?

Dos científicos de la Universidad de Pensilvania, Eugene d’Aquili y Andrew Newberg, profesor de psiquiatría y antropólogo dedicado al estudio de las religiones el primero, y médico especialista en neurofisiología y medicina nuclear el segundo, han hecho públicas sus investigaciones sobre los efectos de la meditación y la plegaria en el cerebro humano y han creado una nueva rama del saber: la neuroteología. La palabra ya fue utilizada por Aldous Huxley para denominar la disciplina dedicada a entender las complejas relaciones entre la espiritualidad y la actividad física del cerebro. Durante dos años, Newberg estudió las funciones y los riegos sanguíneos del cerebro de ocho budistas tibetanos durante su meditación y de un grupo de monjas franciscanas mientras rezaban ensimismadas sus oraciones. Según estos dos científicos, la oración y la meditación activan algunas funciones cerebrales que son las que crean la sensación de plenitud absoluta y de comunión trascendental. Los investigadores de Pensilvania subrayan que el cerebro está programado para ayudar a los hombres a sobrevivir en un mundo cruel y agresivo, dando un sentido a su existencia.

Se ha demostrado también que la estructura del cerebro no es tan estática como se pensaba hace unos años. Estudios recientes han demostrado que el cerebro cambia constantemente, y su estructura y función se modifican según sea el comportamiento del individuo, amoldándose a cada circunstancia. La meditación de un monje budista o la plegaria de una monja católica tienen unas repercusiones físicas en el cerebro, concretamente en los lóbulos prefrontales, que provocan el sentido de unidad con el cosmos que experimenta el monje, o de proximidad a Dios que siente la religiosa. Estas experiencias y sensaciones nacen de un hecho neurológico: la actividad de los lóbulos prefrontales del cerebro, que son los que corresponden a la capacidad de concentración, de perseverancia, de disfrutar, de pensar en abstracto, de la fuerza de voluntad, del sentido del humor y, en último término, de la integración armónica de nuestro propio yo con todo lo que nos rodea.

D’Aquili y Newberg han intentado responder a cuestiones como el origen de la elaboración de los mitos, la conexión entre el éxtasis religioso y el orgasmo sexual o los datos que aportan las experiencias próximas a la muerte, sobre la naturaleza de los fenómenos espirituales. Ellos han investigado de dónde proviene esa necesidad humana de crear mitos para explicarse el mundo, buscando en la mitología y en las religiones esa tendencia innata del ser humano a sentirse unido a la Naturaleza formando parte del cosmos y a creer en un Dios infinito y poderoso como Creador Supremo de toda la existencia. No existe religión ni tradición popular que no crea en la existencia de Dios y en la inmortalidad del alma. Esto es un hecho ya demostrado por los antropólogos, y ahora resulta que, además, esto se puede observar, grabar y fotografiar estudiando científicamente los mecanismos del cerebro. O sea, que Dios está, en palabras de estos investigadores, cableado en el cerebro humano.

Otro investigador, el Dr. Richard Davinson de la Universidad de Wisconsin, muestra que podemos actuar sobre los lóbulos prefrontales, ya sea con medicamentos (como el famoso Prozac) o con la meditación. Lo que ocurre es que al suprimir los fármacos los efectos concluyen, mientras que las repercusiones de la meditación permanecen. Defiende sin miedo este investigador que el ejercicio continuado de la meditación influye positiva y decisivamente sobre esta parte del cerebro y, por lo tanto, sobre el comportamiento humano. Es muy posible que, en un futuro no muy lejano, la prescripción médica de momentos de meditación sirva para mejorar nuestro carácter o cualquier deficiencia de comportamiento.

Muchos pensadores materialistas (no me atrevería a llamarles filósofos, ya que la filosofía busca más allá de lo material que a ellos les limita), creen que la religión es una invención psicológica que nace de la necesidad de aliviar los miedos existenciales y encontrar así la comodidad de esos anclajes en medio de un mundo confuso y lleno de peligros. Pero ya hemos visto que el impulso hacia lo espiritual arraiga en la biología del ser humano. El hombre comienza sintiendo el impulso religioso y encuentra la verdad en la filosofía que une todas las religiones, las ciencias y las artes, iniciando un camino de búsqueda ya imparable para el que ha sido herido por la flecha divina que despierta su amor por la sabiduría. Este conocimiento es lo que le equilibra y le va a dar fuerzas para sobrevivir en medio de los vaivenes de la vida, pues a medida que va descubriendo lo que hay detrás de lo que sus sentidos perciben o experimentan sus sentimientos, se da a sí mismo respuestas que le hacen feliz para continuar aun en medio del mayor dolor.

He hablado antes de religión como el inicio del despertar de la conciencia en el hombre, pero quiero aclarar que cuando digo religión no me refiero a ninguna en particular, sino al sentimiento religioso de unión con lo divino innato en el ser humano que es, precisamente, lo que nos diferencia de los animales, incapaces estos de tener conciencia de sí mismos y de concebir la divinidad. Entender el paso del tiempo y la realidad de la muerte nos hace humanos. Según ha investigado la moderna antropología, los antiguos enterraban a sus muertos orientados hacia el oeste para solidarizar la suerte del alma con el curso del Sol, lo que implica la creencia en que la vida continuaba ahora más allá de lo visible a nuestros ojos, de la misma manera que el Sol se ocultaba, para volver a renacer en una nueva encarnación, es decir, que, después de un tiempo de descanso volverá, como el Sol, para amanecer a un nuevo día y continuar su camino de evolución en la materia de un cuerpo nuevo.

Para comprender la diversidad de las religiones sería necesario un análisis muy serio y un estudio comparativo de las grandes religiones de la Antigüedad, decía H. P. Blavatsky. La ciencia tendría que indagar sistemáticamente las operaciones de la Naturaleza a través de sus leyes inmutables y sacar conclusiones, comparando a la vez las explicaciones transmitidas en sus mitos por los pueblos antiguos. Ahora sabemos que la tradición oral recogida en las mitologías no es más que nuestra propia historia contada por nuestros antepasados que, a través de afirmaciones fabulosas querían darnos a entender verdades importantes y conocimientos profundos que tendríamos que saber desvelar.

Recuperar esta sabiduría que nos legaron los antiguos con sus tradiciones y han ido corroborando de diferentes formas todas las escuelas de filosofía, tanto de Oriente como de Occidente, va a ser, cuando sepamos entenderlo, nuestro mejor soporte para vivir la cotidianidad en un estado interiormente feliz y en armonía con las personas y las circunstancias que nos rodean.

Maria Angustias Carrillo de Albornoz

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