"La Alhambra se visita, no se lee”. El axioma vale para Granada misma; más, si tenemos en cuenta las incontables resmas de papel utilizadas en su descripción y elogio...

... Incluidas las exégesis de los escritores granadinos de la era musulmana y las de los trotaleguas forasteros de todas las épocas. Por ello, desvelar en unos folios el maravilloso acertijo granadino supone la utopía imposible, que dice mi amigo del Mudéjar. Manuel Gómez-Moreno necesitó 536 páginas de letra pequeña y síntesis para contar Granada y no lo dijo todo. Así que propongo zancajear por la capital y echarle un vistazo, a la buena de Dios, como hicieran los paseantes del XVIII, en particular Velásquez de Echeverría.

Exótica Granada la bella

La belleza exótica de Granada suena a proclama de agencia de viajes, aparte de hortera; de ahí que manejemos exótico por infrecuente y bella por admirable. Infrecuente, porque ocho siglos de impronta agarena, avalados con numerosos ejemplos nasaríes, la distinguen del resto de las capitales españolas. Admirable por su situación geográfica que, según Inb Batutah, “no tiene semejante en el universo”, pues a diez minutos del epicentro caótico del municipio se encuentran los alrededores más espectaculares y diversos que pueda imaginarse; montaña a cuerpo limpio o cubierta de bosques; ríos de andar por casa, con poco agua pero sin contaminar; panoramas fotogénicos y merenderos de oxígeno; caseríos y pueblos de buena gente y mejores geranios; vegas que son vegas y campos con vocación de urbanizaciones residenciales, etc. Si nos alejamos un poco, la nieve perpetua, sin énfasis, asomada al patio tropical de la Costa. O la paramera, con énfasis, condenada a desierto. Nos quedamos, sin embargo, en el lugar donde todo es posible. En la ciudad alta, despejada, alegre, acogedora, “la más hermosa” dice Navagero (s. XVI), “la más atractiva” señala Víctor Hugo (s. XIX). Y lo es por sus barrios, sus edificios, sus jardines y fuentes, sus plantas (¿en qué lugar se practica el gusto de dulía a la azufaifa, acerola y almecina, o la reverencia totémica a la yerbaluisa, albahaca y macasar?), sus tesoros artísticos, su memoria histórica (memorión es más justo), su lustre legendario, sus costumbres y, sobre todo, sus gentes. No existe persona humana tan insólita como el indígena del Darro.

Donde todo es posible

Acabamos de mencionar el veredicto de “todo es posible en Granada”. No se sabe quién dictó la sentencia, pero disponía de acusaciones rotundas. Porque en Granada es posible la temperatura más baja de España y el atardecer más prodigioso del mundo; el acto cultural significativo y la cohetería palurda del barrio en fiestas; el asesinato de un monumento artístico y el bautizo de un inmueble despabilado; la vida más gratificante y la convivencia más ingrata. Y es que Granada, cuando ofrece una vela a Dios, ofrece otra vela al diablo. En ese ámbito del trasmano singular se desenvuelve la Granada activa, la población bulliciosa de cada día, eje administrativo de Andalucía Oriental, manantial poderoso de la enseñanza, centro comercial de la región y fiel contraste de aventuras creativas. Es la Granada de la prisa burocrática, de la animación universitaria, del afán consumidor y de las invenciones literarias y artísticas, es decir, del personal atareado y del personal contemplativo, más la comparsa necesaria para llenar el tablao. Las oficinas públicas, los campos escolares, los escaparates mercantiles, las tabernas y terrazas de acera y los cien metros lisos del no hacer nada son un hormigueo peripatético cualquier día de cualquier estación anual, incluido el solsticio de abrigo. El bullicio callejero de Granada es tal, que se dan por seguros dos paseantes de intemperie por cada individuo censado. Esta es la ciudad que vamos a revistar.

El entresuelo

Dicen que Granada se compone de tres elementos básicos, el suelo y el cielo, verdaderamente admirables, y el entresuelo, realmente insoportable, pero este entresuelo alude a los granadinos. El nuestro es el Albayzín, la Granada de siempre, con más de veintiséis siglos de ejercicio urbano. O séase, el lugar de los iberos, el sanedrín de los judíos, el foro de los romanos, la primera sede conciliar de los cristianos, la Florencia de los visigodos, el vicedamasco de los sirios, el patronato del reino nasarí, etc., y, dentro de nada, ruinas importantes del Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad. A pesar de ello, el Albayzín es el gran desconocido, incluso de los propios vecinos. Para el turismo, comprendiendo el sabatino de allábajos, el barrio se reduce a tres puntos cardinales: el balcón de San Nicolás (tres estrellas en la guía Michelín), Plaza Larga y Casa Torcuato. Y es lástima, porque las zonas peculiares, las que mantienen cierta naturaleza morisca, apenas son hurgadas por los curiosos. En el Albayzín hay que perderse (de hecho se pierde mucha gente, para muestra los mensajeros), pues en el despiste se hallan las callejas recoletas, los cármenes domésticos, el reposo secular y, sobre todo, el monumento significativo agazapado a la vuelta de la esquina. No le vamos a indicar rutas, sólo que callejee un poco (subibaja terapéutico) hasta encontrar, por ejemplo, tres aljibes árabes: el de la Axarea o de San Cristóbal (s. XIII) y el de Trillo (s XIV). O tres torres: la de San José, el minarete más antiguo de Granada (s. IX), la de la aljama Ataibín o de San Juan de los Reyes (hasta hace poco atribuida a los almohades, ahora a los nasaríes, (siglo XIII), y la de San Bartolomé (s. XVI), “de las más bellas obras de albañilería mudéjar de Granada” (Gallego y Burín). O dos palacios importantes: el de Daralhorra (s. XV) y la Casa del Chapiz (comienzos del XVI). O algunas casas moriscas: calles de la Gloria, del Horno del Oro, de Yanguas, del Agua… O puertas árabes. O conventos. La búsqueda de tales edificios se verá compensada de inmediato con recodos, plazoletas y callizos sorprendentes, patinillos encantadores, azoteas maceteras, algún perro desnortado y vistas inéditas del marco incomparable.

Hay otro Albayzín, el Mauror, la Garnatha al Yehud o de los judíos, en el que también puede perderse el visitante, pero menos, buscando el aljibe árabe de Rodrigo del Campo, el lavadero de la Puerta del Sol, los recovecos rampantes de las Azagayuelas y la terminal solitaria del Niño del Rollo. Por allí perviven las Torres Bermejas, posiblemente el castillo más veterano de Granada.

Calle de una acera

La Carrera del Darro, desde plaza de Santa Ana al Camino del Avellano, resume el escalafón atípico de la ciudad: lo árabe entreverado con lo mudéjar, lo renacentista adobado por lo barroco y la alegría (barrio del Deleite, le decían los moros) convertida en pena (Paseo de los Tristes, le decimos nosotros). El lugar arrastra intenciones de toda índole: la de los belicosos de La Churra, enemigos teatrales de los del Mauror; la de los mercaderes de moneda del Juego de Bolas, en la placeta de la Concepción; la de los buscadores de oro de las Chirimías; la de los criadores de caracoles del Rey Chico y la de los hidráulicos del Avellano, prosélitos de la zarzaparrilla de importación.

Todo penibético que se precie ha zapateado la calle de una Acera infinidad de veces: para subir al Sacromonte, por San Cecilio; para seguir la procesión del Cristo de los Gitanos, por Semana Santa, para visitar altaricos de pero y tijera, en el Día de la Cruz, o para tomar el fresco y la cerveza al pie de la Torre de Comares. Pero pocas veces la ha recorrido para gozar propuestas de mayor interés. Los museos de la Casa de los Pisa, testamento biográfico de San Juan de Dios, y de la Casa de Castril, espléndido resumen arqueológico granadino. Las iglesias de Santa Ana y Santos Pedro y Pablo y los conventos de Santa Inés, de Zafra, de la Concepción, etc., magníficos santuarios del arte y la arquitectura locales. Las calles de la Gloria y del Infierno (purificada ésta como del Santísimo), del Candil, de Gumiel, del Espino, celosas de sus hogares moriscos y de sus leyendas, algunas de proyección nacional bajo la sentencia de “va a llover más que cuando enterraron a Zafra” y alguna abracadabra de tesoros ocultos, como la del Carnero. Pasear esas callejas es reinaugurar la vía romana de Guadix y reconstruir el antiguo ascenso a la Alhambra por el Bañuelo y el puente del Cadí.

La calle de una acera conduce, además, al que fue abrevadero intelectual de los cofrades del Avellano (finales del XIX), presididos por Ángel Ganivet, cauchil mayor de una quimera literaria. El pilar del Avellano, ahora, es fuente historiográfica. La Carrera del Darro también lleva al Sacromonte por la orilla derecha del Dauro (Dat Aurum, el que da oro, dijeron los poetas del Siglo de Idem, pero únicamente ha dado sustos torrenciales), y la Abadía merece la visita por innumerables razones, es cuna apócrifa de San Cecilio y compañeros apostólicos, es un notable conjunto de edificaciones, posee biblioteca y museo importantes, tiene cuevas casamenteras y fastuosos horizontes histórico/monumentales.

Cuartel de los judíos

Vamos hacia el Realejo, pero desde el centro municipal. De entrada hay un cuartel urbano, al que llamaron de “los Judíos” o judería, limitado por Escudo del Carmen. Navas y entorno de San Matías, que fue zaguán cutre del fariseísmo, más tarde sede de la “academia de rufianes y valientes” (ss.XVI y XVII), luego realquilado de diligencia y galeras (s. XVIII) y al fin, reserva del puterío (s.XIX y XX). El gueto, sin embargo, lleva mal camino. La mano piocha acabó con el Regio, previa mano chamusquina; los dos iguales para hoy aventaron a los desiguales de ayer, Paños Ramos y Los Mariscos, y el estado autonómico remedia el mal estado de ciertos caserones (Dios nos coja confesados), y la calle Navas, Zacatín-dos en su tiempo, se torna peatonal y restauradora (palabros zamborotudos). Al otro lado de San Matías se halla el patio callejero con nostalgia levítica, olvidado por los inquilinos del anterior convento del Carmen, cuyo eje fue la calle Cruellas.

En la zona, el curioso debe conocer, por dentro, la iglesia imperial de San Matías (1526). Construida junto a la mezquita de Abrahem (¿hablábamos de judíos?); la Casa Grande de San Francisco, que fue capitanía General y pronto alcanzará el empleo de 5 estrellas hoteleras; la Casa del Gran Capitán, enfrente, donde murió Gonzalo Fernández de Córdoba (1515); la Casa de los Girones (parte de s. XIII); la Casa de los Tiros (1510 a 1540), albergue de un importante museo local, y la Casa del Padre Suárez (perteneció al edificio anterior), donde nació el Doctor Eximio, primer filósofo premarxista.

El Realejo

En otro papel comentaba yo que el esplendor genealógico de la sangre granadina (”y no siempre esplendor de la mente”) ha dado ocasión a que los reales sean más abundantes que las pesetas. Y ponía ejemplos: Reales de la Alhambra, de Cartuja, de Santo Domingo; Puerta, Hospital y Cuarto Real; Reales Sociedades de Tenis, Tiro, Aero Club, Hípica, etc.; Reales Academias y Real Maestranza, y El Realejo, así, en diminutivo. Vamos allá. Si nos dejan los vehículos automóviles, siempre marchan a contrapelo en busca de colegiales, salvamos la calle de santa Escolástica (oiga, ¿ese nombre, qué intitula? Recuerda una parroquia de dicho título, cuya iglesia se demolió en 1842, ¿vale?) y estamos en El Realejo. Extramuros de la judería, barrio de los alfareros musulmanes, Antequeruela de los moros expulsados de Antequera, aduana de los pescadores y solar de los greñúos. Todas esas denominaciones, sin embargo, han sido expropiadas por el genérico y espurio Campo del Príncipe. El sitio empezó sus tareas como camposanto (s. XIII), después como plaza de toros y de cañas (torneos, s. XVI), juego de pelota (s. XVIII) y, últimamente, picadero de tapas, manantial etílico y aparcamiento al buen tuntún. Henríquez de Jonquera (s.XVII) afirmaba que el lugar de los alfareros se veía muy concurrido de vecinos y la alegría de los propios hacía que otras gentes de Granada acudieran a solazarse en los divertimientos y risass de los greñúos. Ganivet, hijo del barrio, no opinaba así. Hoy, el ámbito urbano sigue tal cual, es decir, totalmente diferente, eso sí, con gran concurrencia de forasteros que hablan raro.

Para despejar la rutina dominguera aconsejamos la visita a la iglesia de Santo Domingo y al convento de San Cruz la Real, a los monasterios de las Comendadoras de Santiago y de Santa Catalina de Siena, al templo parroquial de San Cecilio (edificio ardoroso), al Hospital Militar (licenciado sin agradecimiento de servicios prestados) y al Cristo de los Favores, rival místico de tantísimos altares báquicos. O subir a los cármenes afamados por Manuel de Falla, Gabriel Morcillo o Conchita Barrecheguren, éste con olor de santidad y jazmines. ¿Qué les parece un costa en los Altramuces? Y, por favor, terminen el recorrido de la fachada sur del Campo del Príncipe.

La calle más antigua

La edad de la calle Elvira es superior al milenio. Ya era principal en el siglo IX (así lo dice Ahmed ibn Isa, que la llama Zánaca libira) y, prácticamente, no ha variado en su trazado desde el siglo XV. Hasta 1900 fue el acceso práctico al centro de la ciudad, luego se abrió la Gran Vía, fachosa e inútil, y la despojó de ajetreo y de algún palacio nasarí. Hoy, en recompensa por la pérdida de prestigio ciudadano, han echado por ella todo el sobrante del tránsito rodado, con lo cual es emocionante caminarla. Antes, cuando empezaba en el Zacatín, era un laberinto de callejas acotadas por conventos, hospitales, imprentas y posadas, acosadas por todos los vagos y maleantes de media España, citados por la Real Chancillería. Y ahora, digo yo. Después emigraron a mejores espacios, como la parroquia de San Gil que se instaló en Santa Ana y el Pilar del Toro, que siguió sus pasos. Ya, ni siquiera quedan la posada de San José, el mercadillo de la Calderería Nueva y los exvotos de Santa Rita.

La calle Elvira, aparte su generosidad en locales de almoneda y el Banco de España, construido en el solar del convento del Ángel Custodio, seguramente para que el Ángel custodie los caudales del Estado, tiene un lateral umbrío del que derivan callejones sin salida, con media entrada y a plena cuesta, realmente curiosos, incluso por sus nombres. Aguirre, Cobertizo de Gadeo, Casa de Paso y Honda de San Andrés sostienen el paredón donde vivieron los zenetes, tribu moruna inventora de la monta a la jineta y, y por lo mismo de la palabra jinete. También fue la base de operaciones de las manolas. Lo certifica una copla: “Granada, calle de Elvira / donde habitan las manolas, / las que se van a la Alhambra / las cuatro y las cinco solas”. La iglesia de San Andrés, empobrecida por las llamas de 1818, y el Pilar de Elvira, presidido por la Virgen de las Angustias, tuerto de un caño toda la vida y ahora ciego de los dos, nos abren la puerta sin puerta de la Puerta Elvira (¡madre mía, lo que han hecho con ella!). Obra de antiguo (lo que se conserva es del s. X sobre cimientos visigodos), la más notable y gigantesca de Granada, se hizo afamada por haber dado paso a Alhamar (1238), que venía a fundar el reino nasarita, por haber dado salida al ejército de Reduán (1407), que tan mala fortuna tuvo en Jaén; por la desesperación de Muley Hacém (1482), ante la pérdida de Alhama, por la esperanza de Colón (1492), camino de un Nuevo Mundo; por el último viaje en mulo de Mariana Pineda (1831), ajusticiada a la vera; etc.

La Cartuja

El barrio del Real de Cartuja, cuyas gentes atendían por gargajosos (se dedicaban a majar cáñamo y el polvillo les atoraba el gañote), con sus colaterales el Barrichuelo y el Barranco de Poco Trigo, fue la zona más independiente y cachonda de Granada, incluido el Albayzín, y la que conservó un cariz tribal absolutamente genuino hasta los años cincuenta. Hoy, como ya es mal galopante, ha cedido a la rehabilitación peor entendida, es decir, cambia a insólitamente nueva y asombrosamente grotesca. Un poner, la calle del Hornillo. Una y otra acera de esta vía pública la integraban caserones de siglos pasados, incluso alguna corrala, con uno o dos patios, cuadras, graneros, azoteas interiores sembradas de plantas, aljibe alimentado por la acequia de Ainadamar y, en muchas de ellas, pozo sombreado por un nogal, etc. Eran casas con nombre propio, como ahora se estila, sólo que entonces se llamaban casas del Aljibe, de la Atarazana, de los Pilones, del Rondín, etc. Más, los vecinos se conocían por el mote. En menos de veinte años no ha quedado muestra de tales viviendas; sólo torpes guaridas humanas, discordes el lugar y tediosas en su aspecto exterior.

Donde estuvo la ermita del Cristo de la Yedra, solar convertido en refugio de peatones, existe un cruce de caminos a los que adecentaron las onomásticas, p.e., Cuesta de los Cerdos por Avenida de Murcia. Bien, seguimos de frente, por la carretera de Alfacar, y entramos al Monasterio de la Cartuja, o Cartuja la Vieja, Fundación del Gran Capitán (1495), en principio se instaló en los altos de La Golilla pero, por temor a los moriscos que poblaban aquellos parajes, se construyó en el sitio actual (1543). Del viejo convento persiste un patio, lo demás pertenece al siglo XVII. La Cartuja es famosísima por su delirio barroco, cuyos padres fueron los maestros incontinentes de comienzos del XVIII y un lego de la casa, fray José Manuel Vázquez, verdadero manitas del bricolaje de la época. Compruébenlo mirando de cerca la cancela en madera taraceada de la iglesia y las cajoneras de la sacristía. Antes de abandonar el templo fíjense en el San Bruno de José de Mora, una cosa.

El regreso, ya se sabe, por la antigua senda del pan de Alfacar, de los ladrillos de Jun y de los higos de Nívar, aquellos que chalaneó Abenamar con Juan II

 

Francisco Izquierdo

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