El origen de la ciudad de Granada parece misterioso. Muchos de sus rincones están envueltos en leyendas y fábulas que la han convertido en una ciudad mágica. Se han elaborado las teorías más increíbles, desde remontar su creación al bíblico Noé y a su nieto Túbal, pasando por Hércules y otros personajes mitológicos, hasta distintas civilizaciones mediterráneas de la antigüedad que arribaban a nuestras costas.
Lo más cierto parece ser que los orígenes de Granada se remontan a la tribu ibérica de los túrdulos, una de las más civilizadas entre las primeras pobladoras de la Península. Se dice que esta tribu fundó el primer emplazamiento de lo que sería nuestra ciudad con el nombre de Ihverir.
Los romanos la conquistaron posteriormente, convirtiéndola en municipio (siglos I al II a.C.) y llamándola tanto por su nombre ibérico, Ilíberis, como por el latino Florentia con el que ellos la bautizaron, debido quizá a su riqueza florida y fructífera que les recordaba a su bella región toscana. Esta población romana ocupaba, principalmente, los barrios de la Alcazaba y el Albaicín y se extendía hasta la colina de la Alhambra. En la época visigoda aumentó más si cabe su importancia como capital de la provincia, al caer otras poblaciones debido a la invasión de los bárbaros. Ilíberis compartía entonces asentamiento con Garnata, una barriada extrema situada en las proximidades de Torres Bermejas, ocupada principalmente por judíos, que la llamaban Garnata AlYahud.
Más tarde, Ilíberis se convirtió en Elvira para los musulmanes, pues estaba entonces centrada la población en lo que hoy es el pueblo de Atarfe, en las afueras de Granada, coronado por la vieja montaña de Sierra Elvira, frente a la de Sierra Nevada. La imaginación popular se ha alimentado ampliamente de la imagen mágica que parece proyectar aquella sierra, lugar donde se entierran ciudades perdidas y tesoros escondidos, simas calientes y profundas que albergan en sus oscuros fondos lagos sulfurosos habitados por fantasmas.
Pero una de las historias más bonitas y menos conocidas que, entre tantas suposiciones, dio origen a la ciudad y al nombre de Granada, se la debemos a nuestro buen Rey Alfonso X el Sabio. Una curiosa publicación de 1608 del granadino Francisco Bermúdez de Pedraza titulada “Antigüedad y excelencias de Granada” la recoge en sus páginas.
Las visitas que en su niñez y juventud realizara el joven Alfonso a la corte de Granada con su padre, Fernando III el Santo, y las conversaciones que pudo sostener con los eruditos que rodeaban al sultán, dejaron en su memoria una huella imposible de borrar, y el sentimiento de estar en deuda con una ciudad que tanto había impulsado sus inquietudes científicas y filosóficas. Por ello, cuando durante su reinado llamó a los más prestigiosos historiadores y juristas de Bolonia para impulsar la Escuela de Traductores de Toledo, uno de los primeros encargos que hizo a sus investigadores fue que buscaran entre los autores antiguos las referencias que indicaran quién había sido el primero en gobernar aquella tierra granadina tan bella y cargada de historia, pues eminentes sabios como San Isidoro, San Jerónimo, Josefo, Beroso o Plinio, se habían encargado de recoger las crónicas y excelencias que propiciaron su fundación.
Y esta es la historia que recogieron los investigadores alfonsinos. Después que el patriarca Noé desembarcara con su prodigiosa nave en el monte Gordio de Armenia, su nieto Túbal, hijo de Jafet, se dispuso a iniciar un nuevo viaje acompañado de un grupo de aventureros de diversos orígenes, lo más granado de la juventud de la época, que soñaban con establecerse en una nueva tierra, fundar ciudades y descubrir territorios inexplorados hasta entonces. Tras varias jornadas de navegación divisaron las costas de una gran península que Túbal se propuso poblar y colonizar. Ordenó el desembarco y comenzó con sus compañeros de ruta a recorrer la zona, desplegando una actividad asombrosa mientras iban descubriendo el nuevo territorio y fundando nuevas ciudades en el Sur de aquellas tierras, bañadas por un caudaloso río que la recorría de Este a Oeste. Túbal fue un gran organizador y dotó a sus súbditos de leyes que regulasen su convivencia de manera civilizada. A su muerte, correspondió a su hijo Íbero completar la gran obra iniciada por su padre y así continuó extendiendo su poder por toda la península, a la que dio el nombre de Iberia.
Fueron tiempos magníficos, todo estaba por hacer y la concordia reinante entre gobernantes y gobernados promovió una edad de oro, feliz y próspera. Pero no dura la buena fortuna entre los hombres y, con el correr del tiempo, la discordia y la decadencia se fueron adueñando del reino de Iberia, a medida que la dinastía que había fundado Túbal Idumea, Brigo, Tago, Beto, Turdetano, Deabo, Gerión... se iba alejando del modelo de rey justo y prudente acuñado por Túbal y su hijo Íbero. Tanto fue así que, bajo el reinado de Gerión, puede decirse que la tiranía se había instalado en Iberia y los súbditos de aquel rey malvado sufrían sus extorsiones y arbitrariedades. Los desmanes llegaron a oídos del rey de Egipto, Osiris, un sabio y justo gobernante que sintió piedad de los súbditos de un reino que había sido desde antiguo aliado del suyo y se aprestó a liberar al pueblo ibérico de la tiranía de Gerión. Con un ejército bien pertrechado cruzó el Estrecho, depuso al rey malvado y dejó el reino a cargo de sus tres hijos, los Geriones.
A Osiris le sucedió en el trono de Egipto su hijo Horus, que heredó de su padre la prudencia y la grandeza de ánimo y, como él, no se olvidó de la suerte de Iberia, que no había mejorado con el gobierno de los hijos del tirano Gerión. Así, tal como había hecho su padre, cruzó de nuevo el estrecho con el fin de liberar a aquel desgraciado reino de la postración y el sufrimiento. Hizo llamar a colonizadores fenicios para que se integraran en su ejército con la intención de que, una vez acabada la guerra, se encargaran de fundar nuevas ciudades y factorías que reforzaran los lazos entre las dos tierras a uno y otro lado del Estrecho. La tradición, debido a una intervención tan oportuna, llamó a Horus “Hércules el egipcio” y, posiblemente, éste sea el representado hoy con las dos columnas en el escudo de Andalucía.
Con el fin de asegurarse que su campaña producía los frutos deseados y aprendiendo la lección ofrecida por la historia, Horus dejó esta vez en el trono a su propio hijo, Hispalo, con instrucciones precisas de consolidar el gobierno de las tierras bajas peninsulares, para, llegado el momento, poder expandir de nuevo su dominio a las tierras del Norte. Hispalo puso un esmerado cuidado en la educación de su hijo Hispán, el cual se convirtió luego en un prudente gobernante, amante de la justicia y la sabiduría. Hizo venir a su corte a los más prestigiosos sabios de Egipto para que instruyesen a sus súbditos en el conocimiento de las evoluciones de los astros en el cielo y otros saberes prácticos, como las artes de extraer de la tierra los frutos, la construcción de edificios, y cómo sacar de la piedra las formas duraderas que perpetuasen su memoria, saberes todos que habían sido impartidos por Osiris en los lejanos días de la Edad de Oro y que con el tiempo habían caído en el olvido.
En aquel ambiente refinado y culto creció Liberia, la única hija de Hispán, la cual se aplicó especialmente al estudio de la astrología y las matemáticas. Liberia casó con Hespero, un joven inquieto y valiente, deseoso de emprender viajes y aventuras para lo cual tuvo que poner a prueba sus cualidades, compitiendo con otros pretendientes a la mano de la princesa. La muerte del viejo rey Hispán fue una buena excusa para que la pareja de jóvenes se dispusiera a cumplir sus sueños por lo que, tras enterrar piadosamente a Hispán en tierras de Cádiz, Liberia y Hespero se dirigieron hacia el Este, acompañados de un puñado de fieles servidores con el propósito de alcanzar las fuentes del ancho río que bañaba la zona sureña donde había transcurrido su niñez. En este punto, los eruditos alfonsinos no precisaron quién se quedó a cargo del trono de Hispán tras la marcha de sus herederos, por lo que esta falta de referencias nos inclina a pensar que lo más probable es que Hespero no renunciase al mismo y emprendiese la expansión del reino como parte de un plan que el propio Hispán había diseñado. En los tiempos remotos todo estaba por hacer y un gobernante prudente debía aspirar a ensanchar los límites de las tierras civilizadas.
A medida que avanzaban en su viaje, las gentes que cultivaban las vegas de las riberas les iban informando sobre una tierra muy alta, más hacia el Este de las fuentes del gran río, regada por los numerosos torrentes que descendían de sus elevadas sierras. Así, tras largas jornadas de viaje, se encontraron al pie de una cordillera cubierta de nieve, por donde salía el sol cada mañana. Liberia consultó las posiciones de los astros y supo que aquella tierra recibía las mejores influencias de las más benéficas estrellas, por lo que anunció a su esposo su voluntad de permanecer y establecer su reino en la que sus habitantes llamaban “La tierra del Sol”.
Hespero, en cumplimiento de los deseos de su mujer, eligió una colina que se elevaba junto a uno de los tres ríos que recogían de las montañas los caudales procedentes del deshielo de sus nieves. Desde la cumbre del promontorio se divisaba una extensa vega, apenas habitada por pequeños núcleos de pacíficos campesinos y, más allá, otras sierras recibían los rojos rayos del sol al ocultarse, tal como sucedía al amanecer. Así regulaban los dorados dedos del astro supremo aquel escondido territorio que, como un gran vientre cósmico, yacía protegido por elevadas montañas como esperando ser fecundado para generar nuevos hombres.
El joven colonizador había aprendido en el ejemplo de Hispán el arte de gobernar con prudencia y sabiduría y además tenía en Liberia, su docta esposa, la mejor consejera. Pronto la fama de los nuevos gobernantes se extendió por toda la comarca y la prosperidad fructificó con la misma feracidad con que la tierra respondía a las hábiles manos de sus agricultores y a la pericia de los que trabajaban la piedra.
Al cabo del tiempo, Liberia dio nacimiento a una niña, a quien puso por nombre Natta, el de la diosa madre que presidía los santuarios de su religión. No sólo fue su hija, sino su mejor discípula, a quien transmitió sus conocimientos, perpetuando así una tradición de su pueblo que hacía a las mujeres depositarias de los arcanos de una antigua sabiduría, que tenía su origen en los lejanos tiempos de la intervención del rey egipcio Osiris en los destinos de las tierras peninsulares.
Pero el carácter inquieto de Hespero le exigía nuevas aventuras y empresas, de tal manera que una vez ordenado y dispuesto el pequeño y próspero reino, sintió la necesidad de explorar más allá de las sierras. Cuentan las crónicas y los historiadores antiguos que su afán colonizador le llevó muy al Norte, hasta el otro lado de los Pirineos, donde fundó una ciudad que llamó Iliberia en homenaje a su esposa y que su reino recibió el nombre de Hispania, en recuerdo de quien había sido su maestro, el legendario Hispán, allá en Cádiz. No especifican los documentos históricos si Liberia, su esposa, le acompañó en tales aventuras, pues su recuerdo se diluye en el pasado, ante la imagen rutilante y carismática de Natta, su hija, y los episodios que ésta protagonizó.
Una vez establecida en el trono de su padre, la reina Natta recibió a una curiosa delegación de extranjeros que habían arribado por mar, con la intención de establecerse en Granada, atraídos por la fama de riqueza y buen gobierno que se había granjeado el reino. Respetuosamente se presentaron ante Natta, solicitando de su voluntad la concesión de territorios para cultivar y ejercitar sus habilidades. No ambicionaban fincas extensas, sino tan sólo lo que ocupase la piel de una vaca. Natta, una joven reina aún poco experimentada, no adivinó la argucia que se escondía tras una petición tan peregrina, por lo cual accedió a las peticiones de aquellos extranjeros, creyendo ingenuamente que se conformarían con una reducida porción de terreno.
Una vez obtenida la concesión, los astutos colonos cortaron en finísimas tiras la piel de una vaca, las pegaron y lograron un perímetro que venía a ocupar los límites del reino. Natta se sintió estafada, al darse cuenta de que la pretensión de aquellos amables visitantes no era otra que arrebatarle Granada. Pero ya era demasiado tarde. Apenas le dio tiempo de reaccionar, logrando escaparse y yéndose a refugiar en una cueva situada en las afueras de la ciudad, de la que se negó en adelante a salir.
Natta vivió muchos años encerrada en la cueva, practicando la astrología y las artes mágicas que Liberia, su madre, le había enseñado. De ella se empezaron a contar numerosas leyendas y es bastante probable que incluso los usurpadores, que eran fenicios, recurrieran a la reina destronada en busca de sus sabios consejos para regir los destinos del reino. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, se puede comprobar que la capacidad de innovación que traían aquellos hábiles negociadores fue muy beneficiosa y permitió que los habitantes de aquella tierra conocieran inventos como el torno y los hornos para fabricar la cerámica, las ruedas y los carros para transportar mercancías, fíbulas de bronce de doble resorte para sujetar los vestidos y otros muchos inventos que modernizaron y dieron dinamismo a unas gentes que solían caer en la indolencia y el conformismo.
Con los siglos, la Cueva de Natta, “Garnatta”, se fue convirtiendo en lugar de peregrinación al que acudían gentes de todas partes, como si allí residiera una energía particular, una fuerza mágica, la herencia de una reina sabia que acabó dando nombre a la ciudad y al reino granadino, a pesar de que por una extraña ironía del destino, le habían sido arrebatados.
Maria Angustias Carrillo de Albornoz
Bibliografía: Bermúdez de Pedraza, Francisco: “Antigüedad y excelencias de Granada”.
Luis Sánchez, impresor del Rey N.S. Madrid, 1608.
FernándezFígares, Maria Dolores: “La Fundación de Granada”, incluído en “Latidos”, selección de cuentos y relatos de varios autores, editado por el Iltre. Colegio Oficial de Gestores Administrativos de Granada, Jaén y Almería. Granada, 2002.