Juan de Dios de la Rada y Delgado (1869), al fin de una exhaustiva descripción de la provincia de Granada, decía: “De caminos vecinales casi no debe hablarse, pues están en un deplorable estado de abandono”
...Y añade, teniendo en cuenta que sólo existía vía férrea de Granada a Loja, “que para llegar a Granada hay necesidad de dar un largísimo rodeo. Si los granadinos hubieran conocido sus verdaderos intereses, habrían procurado establecer una línea de ferro-carril directamente para la Corte y hubieran hecho otra directamente para alguno de los puertos de sus costas, con lo que éstas habrían tomado toda la importancia a que sus especiales condiciones las llama, y la capital y la mayor parte de las poblaciones habrían tenido vida propia, sin quedar en esta parte tributarias de Málaga”. De caminos más vale no hablar, sollozaba De la Rada, y así hemos estado más de cien años, lamentando que una distancia relativamente corta hasta el litoral granadino fuese tan enormemente dilatada y difícil por el trazado y la condición de las carreteras. Unos años antes, Miguel Lafuente Alcántara (“El viajero en Granada”, 1843) escribe: “Vergonzoso es, pero necesario decirlo: la provincia de Granada, aunque bañada por el mar, no tiene fáciles medios de viajar ni de conducir efectos a las playas ni al extenso litoral que hay hasta Almería y Málaga. Arrieros, dueños de recuas de burros y mulos, son los que mantienen, al través de caminos ásperos y difíciles, comunicaciones con los pueblos marítimos; hasta tanto que el arrecife de Granada a Motril quede definitivamente concluido, es necesario valerse de cabalgaduras lentas e incómodas”. En esa época, hace siglo y medio, tan sólo los jueves y los sábados existía servicio de viajeros con la Costa y, por supuesto, de correos. En 1893, funcionando ya la línea de Ferro-carriles Andaluces, el enlace con Motril lo explotaba la compañía de diligencias “La Motrileña”, eso sí, con servicio diario de pasajeros, tardando seis horas en la ida y nueve horas en la vuelta, por ser cuesta arriba. “La Motrileña”, además, disponía de galeras para portes en general y de mensajería (carruajes para servicio público discrecional) que, siendo diarios y con rigurosa hora de salida, jamás se sabía cuándo llegaban a destino. Mi madre (perdón por el ejemplo familiar), en 1912, tardó cinco horas y media en llegar a la orilla del mar en coche de “La Motrileña”. El que esto escribe, en 1939, consumió tres largas horas de automóvil en arribar al Varadero.
Campos del duz
El preámbulo viene a cuento del trasmano increíble a que se ha sometido la Costa granadina durante siglos y más asombroso aún el menosprecio inicuo del siglo pasado y casi todo el presente. “Aunque las comunicaciones se han facilitado extraordinariamente en estos últimos años, venciendo insuperables dificultades, que inutilizan todavía algunas veces estos esfuerzos” ( el testimonio es de José Jiménez-Serrano, 1846), la verdad es que la inopia, la mezquindad y el regate político han perdido la gran ocasión de los siglos en 1992 para haber abierto esa autovía, si no autopista, con la que seguiremos soñando desde las grandezas pasadas (esta frase pertenece a De a Rada y Delgado, 1869), es decir, “desde la pobreza” ( y el remate también es del citado autor).
¿Qué les parece si subimos por Los Caracolillos y atravesamos el túnel de La Gorgoracha) La N-323, en su antiguo tramo a Motril y en la misma traspuesta de Vélez de Benaudalla, inicia un zigzag rampante al que propiamente llaman Los Caracolillos, espiral que remonta el pie de Sierra Lújar para respirar el aire salobreño encauzado por el túnel de La Gorgoracha. Las plantas matojeras del caserío, dependiente de Vélez, conservan el aroma a lavanda de Isabel II. Algo a la izquierda, en el descamino a las terrazas del almendral, se encuentra Lagos. Nosotros nos dejamos caer por la resbalera hacia los campos del duz o de la cañamiel, cuya meta es la ciudad de Motril. Una guía internacional explica: “cuando se viene de Granada, llama la atención el intenso color verde de esta hoya”. Otro viajero dice: “Pasado el alto de La Gorgoracha, se descubre un valle delicioso, con dos cielos rasos, el ultramar y el celeste”.
Murgis/Murgio?
“Existiendo ya en la época romana, como lo han demostrado monedas y antigüedades encontradas en la ciudad, aunque sin poder determinar completamente que fuera una de las dos ciudades de nombre Murgis, mencionadas en la Bética, la una por Plinio y la otra por Ptolomeo y el Itinerario de de Antonino”. Dice De la Rada y Delgado. Parece que el Murgis clásico correponde a Mojácar, aunque no pertenecía a la Bética “Motril surgió como localidad relativamente poblada tras la reconquista cristiana, compitiendo y superando al antiguo predominio de las cercanas Almuñécar y Salobreña, fundadas por los fenicios” (Gran Enciclopedia de Andalucía) Aljathib (s. XIV)) relaciona los treinta y tres distritos del reino de Granada, entre ellos Xalaubinia (Salobreña) y Almonaccab (Almuñécar), sin agregar a ellos Motril. Al-Umary y Al-Qalqasandí (ambos del siglo XIV) señalan las bases navales más importantes del Reino de Granada, porque en ellas existían arsenales para construir y reparar barcos y a su vez para recibir munición y provisiones de África, y destacan a Salobreña y Almuñécar, esta última, en concreto, disponía de flota propia al mando de un almirante. En el “Nomenclátor General del Reino de Granada (1514), Motril pertenece a la taha de Salobreña, aunque en la Bula de erección del Arzobispado de Granada ya aparece como Parroquia de Motril, con sus anejos de Pataura, Guájara, el Fondón y Guájara Alfagüit”.
“Su fundación es de fenices; cuando vinieron a España acaudillolos Pigmaleón, según Pomponio Mela y otros muchos autores (escribe Henríquez de Jonquera), que trae el licenciado Tomás de Aquino, quien dijo de su antigüedad, nombrándole Axi Sexo o Exi, aunque algunos quieren con engaño que sea Almuñécar y otros Salobreña. Después se llamó Firmium Julium, según Zurita Tarifa, Florián de Ocampo, etc., y los mahometanos la llamaron Motril, que hoy permanece”. Jorquera se documenta con textos de los falsos cronicones y se queda tan pancho. Por cierto, al final del párrafo dedicado a Motril, apunta lo siguiente: “Oy pretende título de ciudad y pienso que está hecha la merced; si no fuere, se pondrá al margen”. Jorquera anticipa la noticia en 1643, antes de hacerse pública, y aunque no la confirmara en el manuscrito, como promete, en este año efectivamente “fue honrada por Felipe IV con el título de Ciudad”, estableciendo en ella corregidor y alcalde mayor.
Víctima de los piratas
Motril fue un lugar de segundo orden en tiempos nasaritas, a pesar de contar con más habitantes que las poblaciones vecinas, pero presumía de ser la residencia de las reinas granadinas, concretamente de Fátima Aixa, conocida por La Horra, madre de Boabdil. Los Reyes Católicos recibieron el lugar y término en el lote de las capitulaciones para la entrega de Granada, le concedieron privilegios y beneficios, lo consideraron como punto estratégico en la marina y, de paso, demolieron el palacio de la primera mujer de Muley Hacén, en cuyo solar se elevó el Santuario de la Virgen de la Cabeza, e iniciaron las presiones y fardas sobre los moriscos, lo que propició la emigración de muchos de ellos a África. A esta huida se suman los constantes saqueos y atropellos de los corsarios. “Su insegura posición a orillas del mar la expuso con mucha frecuencia a repetidos ataques de piratas turcos y berberiscos, lo cual perjudicaba mucho a sus adelantos, obligando a los vecinos a estar en continua alarma, haciendo más la vida de soldados que de labradores e industriales, hasta que con la edificación de fortalezas en sus playas, tarea iniciada por la reina doña Juana, consiguieron poner a raya los continuos ataques de los piratas, permitiendo que se desarrollasen los elementos de riqueza del país”, nos cuenta la “Crónica de la provincia de Granada”. Durante los siglos XVI y XVII, los cristianos repobladores se retrajeron a las faldas de la sierra, talaron los bosques de encinas, robles y pinos y emprendieron cultivos de secano, en general cereales, dejando las vegas para pasto del ganado. Desapareciendo el castigo de la piratería, se coloniza la franja litoral motrileña, la más extensa y fértil de toda la costa granadina y se produce el rápido incremento urbano en torno a la ciudad, en el cruce de caminos y alrededor del puerto. De tal manera, que los 7.000 y pico habitantes del XVIII, se convierten en casi 14.000 en el XIX, incluidos los del Varadero y Torrenueva, alcanza los 17.000 a mediados de este siglo ahora sobrepasa con mucho los 30.000.
Señas de identidad
Situada al amparo de las sierras de la Almijara y Lújar, medianería que cierra el paso a los vientos del Norte y a los fríos del Este penibético, goza de un clima tentador (18 grados de temperatura media anual) con aficiones de ámbito tropical. A pesar de que llueve poco y cuando llueve es peor, porque de suyo son precipitaciones torrenciales con riesgo de inundaciones y ruina, las aguas del Guadalfeo, bajo la bendición de fervorosas calorías, han creado un fastuoso vergel en la Hoya de Motril, naturalmente con la ayuda y el afán del hombre. Y si la caña de azúcar monopolizó durante siglos la Vega (la trajeron los árabes y ha sido la única plantación de cañaduz en Europa, además cultivada en regadío, lo que no es usual en otras partes del mundo), hoy ha cedido sus primogenitura a otros productos agrarios. El Ayuntamiento de Motril declaraba el verano pasado que “la caña de azúcar ha muerto como cultivo rentable en la vega de Motril”. Una estadística aclara el réquiem municipal. Como cultivo social, actualmente, la cañamiel genera 188 puestos de trabajo por hectárea, con carácter estacional, mientras la patata activa, 350, la judía 360, los subtropicales 411 y los invernaderos 1.260, permanentes o fijos. La misma estadística parcela las hectáreas de cada cultivo: 750 para la caña de azúcar; 763 para la patata a cielo raso y bajo plástico; 650 para la judía; 600 como invernaderos y 1.770 dedicadas a subtropicales. Y, si la caña dulce renta en torno a los 287 millones de pesetas, los subtropicales rinden 1.462 millones y 3.125 los invernaderos. En fin, el verde lujuriante del cañamelar joven y los ocres quebradizos que preceden a la zafra se extinguen en el paisaje motrileño. “Oiga, ¿y de los nardos y de los claveles?” pregunta un camarero de la cafetería de Alsina Graells. “Ya que hablamos de cañas, póngame una de cerveza le contesto. “Eh, ¿qué dice a eso?” y, sin dejar de mirarme, me sirve un café con leche y un mojicón. “Un poner, se cargan la caña de azúcar, ¿qué pasa con la fábrica de celulosa”, dice un tal Miguel Rodríguez, “y con todo lo que se mueve en torno a ella? Hacemos prisioneros y los convertimos en turistas fijos, pero con pasta”, soluciona el camarero. Pasta de bagazo europeo en la tercera edad, pienso yo. Está claro, la economía de Motril va hacia las incubadoras de hortalizas, los campos de concentración de subtropicales y los invernaderos de turistas, incluidos japoneses. Otras señas de identidad y Dios lo quiera. La cañaduz quedará como cultivo testimonial.
Mucho Motril
Además de la Empresa Nacional de Celulosa, acoge otras industrias de distinta importancia (refinería de aceites, alcoholes y aguardiente, azucareras, talleres navales, etc.) y el puerto, el mayor de la provincia de Granada, dedicado al tráfico de mercancías y con dársena pesquera, que cubre las exigencias no sólo del territorio granadino sino de Jaén y, en gran medida, de Córdoba. Incluso ha prosperado un hábito industrial en torno al Varadero, desde constructores de barcos a factorías de exportación e importación. Y, por supuesto, la actividad gastronómica, con excelentes restaurantes y cafeterías. Sobre platos tópicos, los espetos de sardinas y el choto al ajillo cabañil, se eleva el postre soberano de la torta real. También hay que saborear los monumentos, por ejemplo, la iglesia de la Encarnación (SS. XVI y XVIII), los restos de la fortaleza árabe, el Bañuelo, el palacio de Jiménez Caballero, las Casas Consistoriales, etc., y el Santuario de Nª Srª de la Cabeza, Patrona de la ciudad, cuyas fiestas se celebran en agosto. Como la procesión marítima en honor de la Virgen del Carmen, que organiza la barriada de El Varadero. O la feria de otoño, larga fiesta. “¿Sabe usted? Motril es mucho Motril, es la segunda Granada, y me quedo corto”, se llama González Moreno, lleva castroja y un cigarro pegado a la comisura de los labios, “usted verá, tenemos seis parroquias, bueno, una es protestante, ¿Dónde hay tantas si quitamos Graná? Tenemos una comadrona autónoma, tenemos más salero que nadie y somos independientes”.
Punta de Carchuna
Entre Torrenueva y Calahonda se tensa un roquizo casi perpendicular (50 metros de plomada) coronado por un faro: la lámpara del Cabo Sacratif. Francisco García Morón, currante de las señales marítimas y no lírico de la resaca neptúnea, aunque limpia, fija y da esplendor a la linterna torrera, piensa que su profesión iluminadora está sentenciada por la nueva Ley de Puertos. Es, como decía Díez Forcada en IDEAL, “el apaga y vámonos”. El faro de Sacratif seguirá funcionando sin García Morón, pero sí digitalmente o, séase, a dedo exterminador. Como nos hemos pasado, volvemos. En 1970 se pensaba que Motril, enclavada en pleno corazón de la Costa del Sol (todavía quedaba lejos del trópico) granadina, tenía que despertar a la corriente turística nacional y extranjera, por ser la puerta al mar más cercana a toda la provincia de Granada y a la de Jaén y centro de las comunicaciones del litoral con el interior. Y ahí están las realidades turísticas de sus anejos. Torrenueva y Calahonda. Yo veraneé en Torrenueva cuando aún era una aldea de pescadores, en casa del cura, amigo entrañable, el cual decía la misa revestido de bañador, alba y casulla y, con el ite, misa est, se despojaba de las vestiduras litúrgicas y en carrerilla saltaba la grada del templo y se zambullía en el mar. Una purificación totalmente ortodoxa, como lo era veranear en casa de pescadores.
Torrenueva continúa la constante agrícola de Motril y la esperanza indeclinable del turismo, es decir, acolchados de plástico que semejan salinas verticales o eras plateadas e, incluso, tupidas telas de araña para la cría de frutos tempranos, y el acopio variopinto de plazas hoteleras. Aunque Torrenueva se halla en el ras del Mediterráneo, tiene sobre los hombros Sierra Lújar, mole plúmbea (en el mejor calificativo) con cenefa de urbanizaciones, chalés y todo tipo de viviendas agosteñas, situadas frente al panorama subtropical y barco a la vista. A propósito, ahí se encuentra Jolúcar (el antiguo Xolúcar, pariente etimológico de los Sanlúcar del Atlántico, santuarios consagrados a la diosa ibérica de la Luz, como dijimos en otro fascículo sobre las Alpujarras), el lugar sagrado (Sacratif) de las montañas próximas (Lújar, Alpujarras, etc).
Los Llanos
Remontamos el Cabo Sacratif, por la acera de La Garnatilla con mirador luminoso (hace un siglo el faro era de 2º orden, destellaba cada minuto y alcanzaba su señal las 16 millas) y, a poco y en el talón del acantilado de Punta del Este, se descubre una cala honda junto a la cual se encuentra, justamente, el poblado Calahonda, anejo de Motril, de unos 2.000 habitantes fijos y más de 15.000 ocionales (queremos decir que ejercitan el ocio vacacional, y perdón por el neologismo). Su hermosa playa se alarga hasta los 5 Km. Escoltada por numerosas “construcciones de recreo que no alteran el cariz marinero del pueblo”, eso dicen los entendidos. Pero o es verdad. Luego los Llanos de Carchuna, rayuela de huertos embozados púdicamente por toldos termógenos, bajo los que se reproducen a ciegas las hortalizas, esos vegetales que nunca sabrán de épocas idóneas para la cría, como bien conocen los tomates de Colomera o las judías de Quéntar. Claro que eso mismo les sucede a los veraneantes, pues creen que todo el año es canícula.
Por el copete, Gualchos navega la ola alta del Jolúcar, 350 metros de surfing cuesta abajo y a trompicones para frenar en Castell de Ferro. Gualchos, en tiempo de moros, contaba con dos barriadas, de ahí el plural del topónimo. Dependientes de Motril hasta el siglo XVIII. Su primer templo sustituyó a la mezquita, luego se hizo el actual (SS. XVII y XVIII), siendo patrón de la feligresía San Miguel.
El castillo de hierro
Castell de Ferro es un peñasco con los pies bien asentados en el agua, rodeado de casas por todas partes menos por donde las feraces parcelas de la vega y con una torre cuadrangular en la coronilla, resto del castillo árabe que, reparado por los castellanos, sirvió de defensa ante los ataques de la piratería berberisca; fortalecido en el siglo XVIII con dos torreones cónicos en cada extremo. Castell de Ferro, explicaba un autor, “es bonito, muy bonito, por eso fue la población pionera del turismo en la costa granadina. Allí surgieron los primeros hoteles y pequeños grupos de chalés hasta convertirse en uno de los importantes núcleos turísticos de la provincia”. Es verdad, cuenta con excelentes establecimientos de hospedaje y varios campings, un notable equipo de lugares de recreo y amplia zona residencial. En sus ocho kilómetros de ribera sobresalen las playas de El Sotillo, “cuajada de bellezas naturales y fondos marinos de encanto acogedor”, y la de Rijana (anteriormente Raijana o del arrayán), asumida por los rompientes marítimos, ideal para la pesca, de caña o submarina, y útil para la meditación intrascendente bajo los pinos. Castell de Ferro posee interesante templo parroquial y festeja a la Virgen del Carmen. Igualmente festeja la moraga de sardinas y las migas con boqueroncillos secados al sol.
Torres vigías
Juan de Dios de la Rada y Delgado, al que acudimos en el inicio de esta narración, es quien mejor describe la Costa granadina del siglo XIX, pues la pateó de uno a otro lado tomando medidas itinerarias, recogiendo datos de toda índole y sumando nombres de lugares o accidentes geográficos. Así, desde Castell de Ferro a la Rábita, aparte de las playas, fondeaderos y aldeas de pescadores, indica que todo el litoral anda “guarnecido de vigías y fortificaciones, la mayor parte de las cuales, reedificadas sobre las que tenían los árabes por los sucesores de los Reyes Católicos, y principalmente en tiempos de Carlos III, han venido en el día a quedar reducidas a muy poca importancia, por los modernos adelantos de la fortificación y de la marina de guerra”. De esa relación de torres vigías, en general utilizadas para control de playas desérticas o, a lo sumo, habitadas por algunas familias de pescadores, recordamos las que, más tarde, han reunido cierta personalidad urbana y, en contados casos, presunción turística. El señor De la Rada (rada, ya saben, es ensenada, cala, de ahí que fuera experto en costas) cita las torres de Cambriles, de Baños, del Cantor, de Melicena, de Punta Negra, de la Guarda y “el ruinoso castillo de la Rávida”, o Rábita. Olvida La Mamola, o un servidor no atina a identificarla entre las que nombra, y la de Los Yesos, que posiblemente no existió entonces. La Mamola, anejo de Polopos, fue avanzadilla estratégica, como Castillo de Baños y Melicena, por eso el origen en Mamulla (puesto avanzado).
Todos los caseríos hasta El Pozuelo conservan la impronta de pesquerías moriscas por la humildad de anclaje, por la arquitectura cubista con patinillos, por el ambiente doméstico de las olas y el trato casi humano del mar con la sierra. Es una verdadera delicia viajar las azoteas encaladas, los arriates florales, los ásperos ingletes de la montaña aromados por las gayombas y el ajetreo de plazoleta en casi toda la orilla. Es un placer asistir de improviso a los numerosos rincones recoletos de una sierra con vocación de bañista solitario. Luego, ¡qué se le va a hacer! El rampante tendido al sol de los plásticos, como si esa sierra hubiera puesto a secar su ropa, después del remojón en agua salada.
Convento militar
La Rábita, antes Rápita (en árabe significa convento militar para defensa de las fronteras), es de arcaica antigüedad y signo de ella fueron las pesquerías establecidas por los romanos en sustitución del atracadero colonial de los fenicios y anteriores comerciantes del oriente mediterráneo. En la desembocadura de la Rambla de Albuñol, municipio al que pertenece La Rábita, pervive mal que bien el castillo árabe que defendió los alrededores y la penetración hacia el interior. Entre La Rábita y El Pozuelo, linde de la costa granadina con la almeriense, sale la carretera que regresa a Granada por Orgiva o, si se quiere aventura turística, se toma el desvío en Albuñol para ganar Cádiar, la Alpujarra Alta oriental, el Puerto de la Ragua (2.000 metros) y rodeo a Granada por Guadix.
Francisco Izquierdo