Retrato de Trinidad Morcillo Raya realizado por su hija Cristina Alonso Morcillo.
TRINIDAD MORCILLO RAYA
Trinidad Morcillo Raya nació en Granada el 29 de abril de 1891 y se fue al cielo a los 94 años, el 4 de diciembre de 1985, tras una vida plena de acontecimientos vividos todos de manera ejemplar e inteligente. Doña Trini -como cariñosamente la llamaban en el “Barrio de los Greñúos” de la calle Molinos cuando yo la conocí, era querida por todos, en especial por los más pobres y necesitados de la parroquia de San Cecilio a la que pertenecía y donde colaboraba repartiendo bienes de todo tipo. Fue toda su vida como una gran madre para todos, además de una gran artista y una gran señora. Cuantos tuvimos la fortuna de conocerla personalmente podemos dar fe de ello y podríamos afirmar sin temor a equivocarnos, que “pasó haciendo el bien” y embelleciendo el mundo.
Como casi todas las nacidas bajo el signo de Tauro, era una gran amante de la Naturaleza, de las infinitas luces y colores que tanto admiraba y le gustaba contemplar en cada estación, que luego tan maravillosamente sabía captar en sus “pinturas a la aguja”, como ella llamaba a sus inigualables bordados.
Le encantaban los verdes infinitos de la primavera y sobre todo los ocres, los marrones dorados de las hojas de otoño, los azules del mar y los múltiples colores de las flores veraniegas. Adoraba a todas las criaturas, especialmente a los niños, sabía ver la mano de Dios en todas las cosas y confesaba que el agua era su elemento predilecto.
Era una mujer apacible y muy afectuosa, siempre dispuesta a atender a los que la necesitaban, pero de gran carácter y muy exigente consigo misma y con sus alumnos. Ya era mayor cuando yo la conocí y lo que más me impresionó de ella fue su excelsa bondad y su saber estar, su pasión por el arte y por todo lo bello, su deseo permanente de enseñar y de transmitir a las nuevas generaciones sus descubrimientos y técnicas que con tanto afán había ido depurando para lograr unos bordados rayanos en la perfección.
Yo pude contemplar en sus manos una de estas joyas: el pequeño retrato de Beethoven que ilustra este artículo, realizado en 1966. Es una miniatura que retrata al músico en su juventud a través de un bordado hecho en una finísima tela de seda, utilizando el pelo de sus hijas y el suyo propio. Con toda la gama de grises que le permitían los distintos tonos de sus cabellos, desde el blanco purísimo de sus canas al negro y gris de sus hijas, logra una pequeña, pero extraordinaria, obra de arte. Yo no podía creer lo que estaba viendo y ella, pacientemente, lo desmontó del marco en que lo tenía puesto y colgado en la pared rodeado de otras miniaturas bellísimas, para que yo pudiera tocar la seda y ver las diminutas puntadas y el reverso donde se fijaban las hebras de pelo con las terminaciones minuciosamente rematadas.
Pasé con ella momentos inolvidables en los que me contaba detalles de su vida, de su vocación temprana de dedicarse a la creación artística –ella quería ser escultora y dedicarse a ello por entero-, de su aprendizaje con su tía Paca Raya, inefable bordadora con la que aprendió las primeras nociones de bordado a los 14 años y que le descubrió los secretos de la aguja, para dedicarse finalmente al bordado artístico, lo único que la sociedad de entonces permitía a las mujeres atraídas por el camino del arte. No estaba bien visto a principios del s.XX que una mujer fuera artista, e incluso a su hermano Gabriel Morcillo, el famoso pintor granadino, le pusieron trabas sus padres para que se dedicara a pintar, lo que no se consideraba una profesión seria. A Trini le hicieron estudiar Magisterio, pues tampoco estaba bien visto que una mujer fuera a la Universidad, y bien que supo ejercer como maestra de cuantos pudieron disfrutar de sus enseñanzas durante toda su vida.
Se casó en 1919 con el alférez de artillería Vicente Alonso Torner, con el que tuvo cuatro hijos, dos de los cuales murieron a temprana edad, quedándole sólo la mayor, Cristina y la pequeña Leticia, grandes artistas y pintoras las dos.
A Trini no le gustaba coser, ni mucho menos hacer punto, ambas cosas las consideraba rutinarias y le aburrían, pero supo encauzar inteligentemente su natural deseo de plasmar la belleza del mundo y buscarse incluso una salida profesional y una forma de vida con el diseño del bordado artístico y las restauraciones de bordados antiguos, que sin su intervención se hubieran perdido para siempre.
Durante los años que estuvo como profesora, primero en la Escuela Normal de Magisterio y luego como Maestra de Taller de Labores y Encajes en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos de Granada, investigó nuevas técnicas que trataba siempre de transmitir a sus alumnas, para las que diseñaba los dibujos que ellas querían bordar, e hizo numerosas restauraciones, dando así rienda suelta a sus grandes aptitudes como pedagoga y artista total, pudiendo actuar al final de su vida con la independencia y la libertad que soñaba.
Sus obras más personales y más bellas son las que realizó por placer, por “amor al arte”, o para regalarlas a sus hijas y a sus amigos. De lo que eran encargos sólo hacía los diseños y luego vigilaba que se hicieran en su taller bajo su atenta mirada, ejecutando ella misma sólo las partes más difíciles.
Para Trinidad Morcillo sus bordados originales eran pinturas, eran el modo de expresar su temperamento artístico. Los bordados hechos sobre seda con cabellos naturales eran como grabados, ella los llamaba litografías según cuenta su hija Leticia, y la mayoría los hizo pasados los setenta años de edad, pues su vista fue mejorando con los años. La importancia de estas obras radica no sólo en el empleo de una técnica poco conocida, sino en el hecho de que los retratos estén bordados con su propio pelo y el de sus hijas, un material vivo producido por ellas mismas. Como en las antiguas tradiciones orientales, su propio cabello era lo más valioso de su cuerpo que podía entregar como mujer y lo hace para regalarle a sus hijas los retratos de sus músicos favoritos: Beethoven y Chopin.
De sus restauraciones, la que ella consideraba más importante y a la que tuvo que dedicar más tiempo por el mal estado en que se encontraba, fue la del Pendón Real que el Ayuntamiento de Granada guardaba como una joya desde que llegaron a la ciudad los Reyes Católicos y que se estaba perdiendo irremisiblemente por los estragos del tiempo y de su uso cada año en los festejos del aniversario de la Día de la Toma de la ciudad. En 1979 el alcalde decidió encargar a Trinidad Morcillo (ya jubilada desde 1964), la restauración del famoso pendón, encargándole a la vez la confección de una copia del Estandarte Real que les fue entregada al año siguiente.
El pendón era un cuadrado de tela de damasco color carmesí, en cuyo centro y por ambas caras estaba bordado el escudo de las Armas Reales, rodeado por una bordura puramente ornamental y todo ello inserto en una cartela de rocallas de estilo barroco. Se timbraba con una corona real abierta de pequeño porte y, como acolamiento, el Águila de San Juan sosteniendo como tenante el escudo. Asimismo, en los dos paños tiene cuatro grandes granadas en los cuatro lados y, finalmente, el Gran Collar de la Orden del Toisón de Oro rodeando la composición heráldica. Una maravilla. Trini tuvo que pasar muchas horas investigando dónde y cómo se hizo y viajó siguiendo el rastro de los talleres donde antiguas manos de artistas ya desaparecidos hicieron posible esta extraordinaria obra de arte, y realmente lo logró. Ella me lo contaba con verdadero orgullo y, desde su gran humildad, se sentía feliz de haber conseguido recuperar para su ciudad de Granada algo que a todas luces parecía imposible.
Sé que ella sonreirá cuando vea lo que escribo, que desde el cielo me mirará y me seguirá queriendo igual que lo sigo haciendo yo y también sé que, por encima de los mundos que aparentemente nos separan, seguimos unidas.
Gracias por todo lo que me diste y aprendí de ti, Trini querida. Nos volveremos a encontrar.
Maria Angustias carrillo de Albornoz