“El Amor ha descendido por amor a este mundo en forma de Belleza”.
Simone Weil: Cuadernos de América. 1942.
Según T.S. Eliot, Simone Weil “amó de verdad el orden y la jerarquía más que muchos que se llaman a sí mismos conservadores, y al mismo tiempo, amó de verdad al pueblo más que muchos de los que se llaman a sí mismos socialistas”. Además de ser una de las tres mujeres filósofas más importantes nacidas a comienzos del s. XX, junto con Maria Zambrano y Hannah Arendt, Simone Weil es sin duda la que estuvo más implicada en poner en práctica sus ideales de educación y de justicia para lograr una humanidad más sabia y más libre.
A nivel general, ella suele ser más conocida por sus frases rotundas y certeras, que impactan como los “koan” del budismo zen que tanto admiraba. Sus citas aparecen continuamente como referencias a su pensamiento, marcado por un itinerario vital e intelectual que se manifiesta fundamentalmente en tres direcciones: una búsqueda continua y apasionada de la verdad, que le lleva a estudiar filosofía y a interesarse por todas las manifestaciones religiosas; una marcada pureza natural que se asombra ante la contemplación de la belleza del mundo y del arte, en donde presiente la huella de Dios, y una vulnerabilidad ante la desgracia de las clases más desprotegidas de la sociedad, que la llevó a trabajar como obrera mano a mano junto a los trabajadores para tratar de entender sus sufrimientos y angustias, luchando denodadamente por mejorar sus vidas. Ella representaría, para muchos de los que la conocieron, un nuevo concepto de santidad, de bondad y coherencia al margen de todas las religiones establecidas.
Investigando su vida y su obra, diseminada la mayor parte en cuadernos escritos a mano, que después de su muerte sus familiares y amigos fueron recogiendo y editando, una se siente sobrecogida y hasta un poco abochornada de caer de nuevo en la rutina y la vulgaridad de lo cotidiano. Su compasión por las condiciones esclavizantes de los trabajadores y su rebelión contra la ignorancia y la injusticia del orden social imperante, la hacían estar muy por encima de cuantos sólo hablaban de teorías y no atendían a lo que eran realmente las necesidades del pueblo. Ningún intelectual de izquierdas, a cuyos líderes comenzó admirando, había intentado antes que ella comprender, ni menos experimentar, la vida cotidiana de los obreros, su tristeza, su desesperación, su cansancio y sus angustias vitales. Lo cierto es que cada día aumenta el número de sus admiradores, atraídos por su inclasificable y original personalidad, que sabe combinar, de forma absolutamente coherente, el conocimiento y la honestidad intelectual con una ética personal por la que se rige a través del compromiso consigo misma, de su entrega generosa y su férrea voluntad que, con una disciplina implacable, le impide hacer nada superficialmente y sin una marcada finalidad.
Pero no fue sólo la trayectoria de su vida y su pensamiento filosófico, su identificación con los más débiles y su lucha sin tregua por ayudarles a mejorar sus vidas, lo que hace de ella una mujer admirable. Es también constatar cómo su vida fue una continua ofrenda de amor puro hacia los demás, un ejemplo de dación y sacrificio en el mejor sentido de esta palabra. Ella renunció a una forma de vivir cómodamente para vivir con absoluta austeridad, rechazando incluso, en los últimos meses de su vida, comer más de lo que le daban como ración a un compatriota en el frente de batalla; pasó de ser una profesora universitaria de prestigio y brillante porvenir a trabajar como obrera en una fábrica en condiciones infrahumanas; y de ser una preciosa niña mimada perteneciente a la alta sociedad, a convertirse en una miliciana desgarbada, austeramente vestida e incluso afeada por unas gafas de miope que escondían sus bellos ojos oscuros y su profunda mirada.
Más de un siglo después de su nacimiento, Simone Weil sigue, ahora más que nunca, provocando una reflexión profunda e inteligente -de la que no andamos sobrados precisamente-para entender y buscar soluciones a todos los grandes problemas que aquejan a la humanidad.
Filosofía y compromiso
Según J. Ferrater Mora en su Diccionario de Filósofos, “los temas capitales de la filosofía de Simone Weil, expresados con frecuencia en forma de breves notas, pueden resumirse en este aforismo suyo: “Dos fuerzas reinan en el universo: la luz y la gravedad” (la “pesantez”). La luz es lo sobrenatural, la gracia; la pesantez es la naturaleza. No se trata, sin embargo, de un dualismo de tipo maniqueo, porque la luz ilumina la pesantez y la atrae hacia sí, elevándola hacia sí. La pesantez se hace, en efecto, liviana por medio de la caridad, la cual es a la vez religiosa y humana, pues transforma las almas y a la vez las mismas condiciones de vida. La experiencia religiosa no es, o no es necesariamente, algo que solamente pueden vivir los “grandes” o los “intelectuales”; es algo que pueden vivir los humildes, los obreros. El universo entero experimenta una fuerza “deífuga”, lo cual es necesario porque de lo contrario todo sería Dios. Pero nada, sino Dios, es Dios, y lo que no es Dios se aproxima a Él sólo en la medida en que se convierte en una nada. La luz y la gracia no hacen desaparecer la bajeza y la miseria, pero las transfiguran, de modo que dejan de ser lo que son sin dejar de ser.”
Por la originalidad de sus experiencias y la profundidad de sus reflexiones, muchas de absoluta actualidad, Simone Weil aporta claves para establecer un nuevo orden social basado en la justicia, lo que exige, a su vez, una primacía del deber moral sobre el derecho positivo. Ella aboga por un orden social en el que las necesidades del cuerpo y del alma queden satisfechas para todos, para lo cual es preciso que las colectividades sacien de luz sobrenatural aquellos rincones de nuestra constitución humana sin cuya luz la opresión y la pesantez moral se perpetúan. Simone Weil es un caso realmente raro y excepcional de intelectual idealista, comprometida y luchadora, en medio del ambiente positivista y ateo que la rodeó.
Su familia proporcionó a Simone una exquisita y completa educación, y su mundo estuvo siempre enriquecido de profundas y variadas experiencias culturales, artísticas y científicas, desarrollando en ella una especial sensibilidad para la belleza, para el arte y la música. Su vocación por la carrera de filosofía, su interés por el estudio de las religiones, y en general toda su trayectoria, es también una experiencia de los límites y una exploración de los más profundos abismos del ser humano. Fue una de las primeras mujeres que se graduaron en la prestigiosa École Normale Supérieure de París, con el título de “agregée de philosophie”, reservado sólo a los graduados más brillantes. Su filosofía es difícil de clasificar; es una buscadora insaciable de la verdad, que intuye oculta detrás de todo lo que percibe, y que busca desesperadamente la unión mística con un Dios al que se siente pertenecer, y que concibe como un Todo Único, por encima de todas las creencias. Es una autora solitaria, sin tradición ni herederos, que casi fue olvidada tras su prematura muerte, pero que hoy nos fascina por su intensa biografía, por su forma de vincular sus ideas sociales, filosóficas y místicas a sus vivencias cotidianas. Aunque nunca llegó a pertenecer a ningún partido ni a ninguna religión, pues su idea de justicia estaba siempre muy por encima de las ideologías de su tiempo y de las religiones establecidas, siempre tuvo claro su compromiso en la defensa de los derechos humanos, del derecho de todos a la educación y a una vida digna.
A pesar de su corta vida (1909-1943), Simone Weil vivió no sólo las dos guerras mundiales del siglo XX en Europa, sino que también tomó parte en la guerra civil española, incorporándose como voluntaria a las filas republicanas de la columna Durruti a orillas del Ebro. Es cierto que la guerra era para ella el peor de los males, pero al igual que su maestro Alain, Simone consideró que, cuando ya no se puede impedir una guerra, cada cual debe tomar parte en esa calamidad con el grupo a que pertenece. Fue breve, pero muy dura, la experiencia vivida en España en 1936, a la que ella se había entregado creyendo colaborar en una buena causa y de la que salió horrorizada, al descubrir cómo los milicianos hablaban, entre risas y sin darle importancia, de que habían matado a este cura o a aquél fascista, comprendiendo entonces que la ignominia y las luchas de clases campeaban por todas partes, y en todos los partidos, en aquellos años tan terribles para España como para toda Europa. A partir de entonces se hizo cada vez más independiente y más liberal en sus posturas políticas, sin abandonar por ello sus ideales, ni por supuesto su buen carácter ni su sentido del humor. A pesar de sus frecuentes jaquecas y su delicada salud, su fuerte personalidad se fue haciendo cada vez más grave, más calmada y dulce. En palabras de Simone Pétrement, su amiga y biógrafa, Simone Weil fue una mujer siempre alegre, nunca dejaba de bromear y “siempre fue la imagen misma de la juventud por su intrepidez y su generosidad, por la malicia de una cierta ingenuidad, en parte consciente, como la obstinada ingenuidad del niño que no quiere renunciar a sus exigencias por el hecho de que no sean razonables”.
Tres experiencias místicas
Aunque el judaísmo era su religión de origen, Simone no fue educada precisamente en la lectura de la Biblia por su familia, que no era practicante. Los Weil eran judíos agnósticos y ajenos a la tradición judía. Ella definirá a sus padres como librepensadores y afirma haber sido criada en la tradición helénica, cristiana y francesa, sin ninguna formación religiosa. Fue ya adulta cuando se interesó por la historia de las religiones, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento de un tirón y manteniendo desde entonces una relación bastante conflictiva con el judaísmo, ya que rechazaba su noción de “pueblo elegido” y de un Dios violento y vengador.
En el verano de 1935, cuando contaba 26 años de edad, tiene una primera experiencia mística en Portugal, en una pequeña aldea de pescadores cerca de Oporto, que le impactó profundamente. Simone acababa de salir de la dura experiencia de su primer trabajo en la fábrica de electricidad de la sociedad Alsthon, que la había dejado rota, enferma y marcada para siempre por el contacto con un universo completamente distinto a lo vivido hasta entonces y marcado por una nueva noción de la esclavitud que sintió en su propia carne. Ella misma lo narra:
“Con este estado de ánimo y en unas condiciones físicas miserables, llegué a ese pequeño pueblo portugués, que era igualmente miserable, sola, por la noche, bajo la Luna llena, el día de la fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Las mujeres de los pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podría dar una idea de aquello. Jamás he oído algo tan conmovedor, salvo el canto de los sirgadotes del Volga. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo me sentí entre ellos.”
Dos años más tarde viajó a Italia. Durante casi dos meses recorrió Milán, Bolonia, Ferrara, Rávena, Florencia, Roma, Perugia y Asís. Fue una de las etapas más felices de su vida, visitando museos e iglesias, asistiendo a conciertos, teatros y óperas, y disfrutando de la belleza de cuantos lugares visitaba. “Seguro que en Florencia he vivido en alguna vida anterior”, escribió en su diario. En Asís, en uno de los lugares más representativos de la vida de San Francisco, tiene su segunda experiencia mística, que ella misma describe como una de sus más intimas vivencias espirituales:
“En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola en la pequeña capilla románica del s. XII de Santa Maria degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó San Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas”.
La tercera experiencia tendrá lugar en abril de 1938 en Francia, en la abadía benedictina de Solesmes. Simone ardía en deseos de escuchar el canto gregoriano con que los monjes celebran allí sus ceremonias religiosas, y no era fácil asistir a los oficios de Semana Santa en la abadía, dada la cantidad de fieles y aficionados a la música que reservaban con gran antelación su entrada. El doctor Weil tuvo que recurrir a un conocido suyo para conseguir dos entradas, una para su mujer y otra para su hija. Ambas pudieron disfrutar así de diez días en Solesmes, desde el Domingo de Ramos al Martes de Pascua. La señora Weil no siguió todos los oficios, pero Simone asistió con verdadera devoción a ellos y no se quiso perder ninguno, cosa que a la gente le extrañó, dado que ella no era católica. Los dolores de cabeza, que venían torturándola desde enero, no le impidieron disfrutar con profundo gozo de la belleza de los cantos de los benedictinos. Posteriormente lo describiría en las cartas a su amigo el Padre Perrin:
“Tenía unos dolores de cabeza fortísimos; cada sonido me dolía como un golpe; pero un extremo esfuerzo de atención me permitía salir de esta miserable carne, dejarla que sufriera sola, acurrucada en su rincón, y encontrar una alegría interior pura y perfecta en la inaudita belleza del canto y las palabras. Una experiencia que me permitió por analogía, experimentar el amor divino a través de la desgracia. No hace falta decir que durante esos oficios el pensamiento de la Pasión de Cristo penetró en mí para siempre.”
Cuenta S. Pétrement que entre los miembros del clero presentes en Solesmes, había un sacerdote inglés muy rígido que tocaba el armonio “entrecortando” la música. Simone le contó a su amiga que se reía de buena gana con él citándole, con su habitual sentido del humor, las palabras de Shakespeare:
“El hombre que no posee música en su interior ni se conmueve con la concordia de dulces sonidos, es carne de traición, conspiración y corrupción…”
Conoció también en Solesmes al joven católico Charles Bell, que le habló de los poetas místicos ingleses, especialmente de George Hebert, el autor del poema “Love”, que tanto impactó a Simone desde su primera lectura. Era para ella “el más hermoso poema del mundo”. Lo memorizó y lo recitaba frecuentemente en estos días como una oración. Fue en una de estas recitaciones, según le cuenta más tarde al dominico J.M. Perrin en una extensa carta conocida como su autobiografía espiritual, cuando sintió la presencia de Cristo:
“Lo he aprendido de memoria y a menudo, en el momento culminante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendo en él toda mi atención y abriendo mi alma a la ternura que encierra. Creía repetirlo solamente como se repite un hermoso poema, pero, sin que yo lo supiera, esa recitación tenía la virtud de una oración. Fue en el curso de una de esas recitaciones, como ya le he narrado, cuando Cristo mismo descendió y me tomó. (…). Durante todo esto, ni siquiera la misma palabra “Dios” tenía lugar alguno en mis pensamientos. No lo tuvo más que a partir del día en que recitando el poema “Love” ya no pude rechazarla. En un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar pero sin creerme con derecho a dar un nombre a ese amor, sentí –sin estar de ningún modo preparada, pues nunca antes había leído a los místicos– una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano, inaccesible tanto a los sentidos como a la imaginación, análoga al amor que se transparentaría a través de la más tierna sonrisa de un ser amado. Desde ese instante, el nombre de Dios y el de Cristo se han mezclado de forma cada vez más irresistible en mis pensamientos.”
Simone Weil, que nunca quiso pertenecer a la iglesia católica, era sin embargo una ferviente admiradora de la figura de Cristo, y parece haber experimentado un proceso gradual que coincide tanto con las clásicas fases del proceso místico cristiano como con el recorrido de los místicos de otras culturas y confesiones: la fase purgativa, la fase iluminativa y la fase unitiva. Sin embargo, en su caso no existe una busca deliberada de Dios, ni cabe considerar que haya habido una disposición trabajada personalmente para recibirlo. Su experiencia mística es tan natural e involuntaria como la enfermedad que lastró su vida, una sinusitis frontal larvada que le producía intensas jaquecas. Presenciando la procesión nocturna del pueblecito de pescadores portugués, Simone debió sufrir súbitamente la conversión en la que desemboca la fase purgativa del desarrollo místico. Es curioso que ella misma llegó a aceptar como divisa el verso de Esquilo: “por el sufrimiento llegamos al conocimiento”, antes de conocer, a través de la doctrina budista, que el dolor es vehículo de conciencia.
Sobre este concepto de muerte del yo gravita en buena medida la que se considera la gran aportación de Simone Weil a la esfera de las nociones teológicas modernas. El sentido de la “descreación”, el término acuñado por ella para referirse al acto creador de todo lo existente, es a lo divino lo que la muerte del yo es a lo humano. Para ella, la creación del mundo es, como el desarrollo del místico, un acto negativo, puesto que es consecuencia de la renuncia de Dios, que se niega, se retira, con el fin de que las cosas puedan evolucionar por sí mismas. “Sólo los que aman a Dios podrán escuchar el silencio mismo como algo infinito, más lleno de significados que cualquier respuesta (…) La verdad mística es una, como la verdad aritmética y geométrica”, afirmaría en “El conocimiento sobrenatural”. Para ella "El mundo es la ausencia de Dios, su distancia que llamamos espacio; su espera, que llamamos tiempo, y su huella, que llamamos belleza".
Más tarde, en los pocos años que vivió después, parece ser que sus experiencias místicas continuaron, pero ya no se refirió a ellas sino de pasada y con una gran discreción. Tampoco los dolores cedieron ni sus accesos de melancolía, que la acompañaron siempre hasta su muerte y que ella trataba de superar achacándolos a la pereza que, curiosamente, consideraba uno de sus peores vicios. Sin embargo, son el esfuerzo y la atención los dos valores que destaca como los más necesarios y que ella trata de integrar continuamente en su vida. A ellos alude con frecuencia en sus escritos:
“El deseo de luz produce luz, y hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo y atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará nuestra alma. Cada esfuerzo añade un poco más de oro a un tesoro que ya nada en el mundo nos puede sustraer.”
Una infancia feliz
Para que nos podamos hacer mejor una idea en este pequeño trabajo de la trayectoria de Simone Weil, no quiero dejar de dar un breve esbozo de su vida. Su infancia fue realmente feliz, llena de cariño, lo que contrasta con la dureza y la austeridad que ella misma se impuso luego, cuando fue despertando su conciencia y afirmando su compromiso personal con la humanidad.
Nació el 3 de febrero de 1909 en París. Su padre, Bernard Weil, era un reconocido médico nacido en Estrasburgo y su madre, perteneciente a una familia rusa culta y refinada de origen vienés, una artista en potencia que tocaba el piano y cantaba admirablemente, fue Selma Reinherz (Selma era una forma abreviada de Salomea, el nombre que heredó en recuerdo de su abuelo Salomón). Cuando Simone empezó a manifestar sus inclinaciones revolucionarias, a esta parte de la familia, como es lógico, no le gustó nada; todos admiraban a su hermano André, dos años mayor que ella, que desde siempre destacó por sus dotes intelectuales y llegó a ser un prestigioso matemático, pero las ideas de Simone siempre les escandalizaban.
Simone nació en casa de sus padres con un mes de adelanto, lo cual no impidió que fuera una hermosa niña, que se desarrolló perfectamente sana y feliz hasta los seis meses. Pero en el mes de agosto, su madre tuvo una crisis de apendicitis que le obligó a guardar cama y a someterse a un riguroso tratamiento que, aunque no impidió que siguiera amamantando a la pequeña, hizo que ésta se sintiera profundamente afectada y su salud quedara ya resentida para siempre. Ella misma diría luego sonriendo que desde su primera infancia “la habían intoxicado”, pues al cumplir el primer año y ser destetada, volvió a enfermar gravemente debido a la nueva alteración alimentaria. “Es imposible que esta niña sobreviva” sentenció poco después un médico amigo de su padre, pero lo cierto es que el amor y la ternura de su madre, junto con la complicidad y el cariño de su hermano, la sacaron adelante, a pesar de lo cual tardó mucho en crecer y comenzar a andar, siendo siempre débil y enfermiza físicamente.
La señora Weil se la llevaba, junto con el pequeño André y una doncella, a los jardines de Luxemburg, tomando cada mañana el tranvía, para que la pequeña pudiera respirar allí un aire más puro que el del Bulevar de Strasburg donde tenían su casa. Puede decirse –afirma en su biografía Simone Pétrement-, que la niña estuvo enferma de los once a los veintidós meses, sin esperanza apenas de que volviera a ser una criatura normal. A los cuatro años fue operada de apendicitis y estuvo a punto de morir; su madre la había llevado en brazos al hospital diciéndole que le iba a enseñar un árbol de Navidad, cosa que luego la niña le echaría en cara diciéndole con tristeza que la había engañado, por lo que conservó durante mucho tiempo horror a los médicos, a excepción de su padre, naturalmente, al que adoraba.
En el verano de 1913, la familia pasó el mes de agosto en Suiza, y la señora Weil escribía a la señorita Gabrielle Chaintreuil, profesora de André en el instituto: “Simone ha crecido increíblemente. Va a todas partes con André, se interesa en todo lo que él hace y, como a él, los días le parecen demasiado cortos. La influencia que cada uno ejerce sobre el otro es muy positiva: él la protege, le ayuda a trepar en los pasos difíciles, le da a menudo la razón, y Simone, que no le deja de la mañana a la noche, se vuelve cada vez más vivaz, alegre y emprendedora. Solemos pasar el día en estas grandes praderas rodeadas de abetos que constituyen el encanto de este bello país”. Toda la familia amaba profundamente la naturaleza, los niños solían sentarse a contemplar las puestas de Sol y no querían acostarse por la noche hasta ver salir la Luna.
De vuelta a París, se instalan en el Bulevar Saint-Michel, donde vivirían hasta 1929. André estudiaba ya en el instituto Montaigne y a Simone le gustaba acompañarlo con su madre cuando iba y volvía en el tranvía, interesándose durante el trayecto por todo lo que a él le habían enseñado en clase. La pequeña admiraba profundamente a su hermano y estaba orgullosa de poder acompañarle en todas sus aventuras. A los ocho años, André, que se puso a estudiar por su cuenta un libro de geometría de un primo suyo, no tardó en mostrarse capaz de resolver difíciles problemas que más tarde le llevaron a ser un reconocido genio matemático.
Cuando en 1914 se declaró la guerra, el doctor Weil fue destinado a Neufchâteau, a un hospital de enfermos de tifus y, aunque no les estaba permitido a los oficiales traer a sus mujeres, la señora Weil se instaló allí con toda su familia: sus dos hijos, su suegra y el perro. Aunque se hizo la vista gorda, había que salvar las apariencias y el doctor tenía que ir a escondidas a ver a los suyos. El 14 de diciembre, Selma Weil escribía a una amiga: “Los hospitales están a rebosar de enfermos y de heridos y aunque mi marido no me haya dejado hasta el momento que yo vaya a ayudar, todo el tiempo que me dejan libre los niños lo dedico a confeccionar ropa de abrigo, arreglos y remiendo de sábanas, camisas, etc. Y casi todos los días vamos también a llevarles naranjas, magdalenas, periódicos… a pesar de lo cual una se avergüenza de hacer tan poco frente a una miseria tan grande…”
En Neufchâteau, Simone, que tenía entonces 5 años, empieza a aprender las letras con su hermano y éste tuvo una feliz idea: para el Año Nuevo, sería el mejor regalo para Biri (así llamaban a su padre) que Simone supiera leer, en vista de lo cual, le hacía trabajar durante horas. Cuando llegaba el doctor, los dos hermanos se escondían debajo de la mesa cubiertos por el tapete para seguir trabajando, y así, llegado el día, André dijo a su padre: “¿Quieres que Simone te lea el periódico?” Lo habían logrado y se miraban todos felices, pero la pequeña estaba agotada por el esfuerzo. Uno de sus primeros libros de lectura, cuenta su madre, fue “Cyrano de Bergerac”, del que los hermanos se sabían pasajes enteros de memoria y les gustaba representar a menudo.
En abril de 1915 el doctor Weil fue enviado a Mayenne y allí alquilaron una casa con un precioso jardín lleno de diferentes tipos de rosas, por las que el anterior dueño de la casa había tenido verdadera pasión. De esta época es la encantadora foto donde aparecen los dos inseparables hermanos, a los que una vecina que los vio definió como “el genio y la belleza”.
La pequeña Simonette se iba haciendo una verdadera mujer que sabía desplegar su encanto a las mil maravillas. “Está atravesando un periodo de irritabilidad y de caprichos que no entiendo bien, no hay quien pueda con ella” comentaba su madre. “Su obstinación es realmente indescriptible y ni su padre ni yo nos explicamos a qué pueda deberse. Se enfrenta con nosotros sin amilanarse, con un aplomo y una seguridad más bien cómicos para su edad (muchas veces mi marido no puede contenerse y en medio de una escena de estas le entra de repente la risa). Seguramente la he mimado demasiado e incluso ahora sigo mimándola, no puedo evitarlo, y besándola más de lo que debería hacerlo”.
Su infancia fue sin duda una infancia feliz, arropada por el amor de una familia muy unida y muy preocupada por la educación integral de sus hijos. A los nueve años, cuando Simone se apasionaba por las poesías patrióticas, André comenzaba a resolver ecuaciones, renunciando a sus juegos para sumergirse durante horas en sus cálculos. En los dos hermanos se desarrolló una gran pasión por la literatura y su madre comenzó a darles clases de música. Recitaban escenas enteras de memoria de Corneille y de Racine y, cuando uno de los dos se equivocaba, recibía del otro una bofetada. Cualquier pasatiempo se convertía para ellos en un juego intelectual. Su madre hubiera preferido verlos correr por el jardín que inclinados sobre sus cuadernos, pero Simone leía sin parar, comprendiendo y asimilando cuanto caía en sus manos. “Simone tiene un deseo tal de aprender, que sería una pena no aprovechar este estupendo entusiasmo, y me encantaría que pudiera ser dirigida en este sentido por una persona inteligente y experimentada como usted”, escribía preocupada su madre a la señorita Gabrielle Chaintreuil. Afortunadamente, poco después, Simone pudo ser su alumna, como lo fuera antes su hermano, en el instituto Montaigne, y la niña comentaría: “No debe ser muy corriente querer tanto a los profesores como todo el mundo quería en mi clase a la tía Gabrielle”.
Siempre fue, en definitiva, una niña muy sociable y cariñosa, apasionada por su familia y sus amigos, indignada ante las injusticias, valerosa y paciente; inteligente, -aunque sin llegar a la extraordinaria facilidad intelectual de su hermano-, como alguien que llega a la inteligencia en parte por la fuerza de su alma y en parte por su trabajo concienzudo, por su energía encauzada hacia el conocimiento y al buen hacer de cuanto se proponía, siempre interesada por descubrir todo lo que ella consideraba importante saber en la vida.
Adolescencia
Según un pasaje de sus cuadernos, fue a los 14 años cuando Simone se formó la imagen del “amigo desconocido”. Tenía una necesidad vital de amistad y forjó en su interior la figura de un amigo íntimo, escondido y oculto a los demás, al que podía confiarse en sus cuadernos. Se había ido haciendo cada vez más solitaria y rebelde, pero todo su ser era de una exquisita sensibilidad, que ella trataba de disimular asumiendo actitudes y vestimentas viriles. Su fuerte voluntad le prohibía cualquier signo de debilidad, siendo mal interpretada su naturaleza y sus actitudes por lo que no era más que un efecto de su inquebrantable decisión.
Su rostro se fue haciendo más pequeño y estrecho, comido por los cabellos y las gafas que empezó a usar en estos años a causa de su miopía; éstas impedían captar la profundidad de sus ojos oscuros, de su mirada valiente y de apasionada curiosidad. Un rostro que resultaba a la vez insolente y tierno, audaz en la interrogación pero tímido en la sonrisa. Un encanto que para muchos permanecía oculto, pues la mayoría sólo veía en ella una persona absolutamente intelectual, de cuerpo endeble y a menudo torpe y desangelado en sus movimientos. Le gustaba llevar ropa de corte masculino, zapatos de tacón bajo y nunca llevaba sombrero, algo que entonces era lo normal en la alta burguesía a la que su familia pertenecía. De una mujer de su clase se esperaba en aquella época que siempre dejara traslucir su feminidad, pero eso era justamente lo que ahora menos deseaba. Los deberes que ella misma se había impuesto le exigían virtudes viriles y, cuando se piensa en todo lo que hizo en su corta vida, se comprende que no le quedara mucho tiempo para elegir vestidos y que se arreglara de la forma más económica y sencilla posible, dadas sus inclinaciones revolucionarias y su desprecio por los usos burgueses. Podría pensarse que, creyéndose fea, hubiera renunciado, ya de joven y definitivamente, a la vida normal de una mujer, pero esto no sería justo. Según afirma Simone Pétrement, ella misma confesó a sus alumnas que “había decidido no pensar en el amor mientras no supiera exactamente qué es lo que le pedía la vida”, y así lo hizo, ganándose entre los círculos más conservadores que la atacaban el apelativo de “la virgen roja".
Años más tarde dejaría entrever algo más de su íntima naturaleza, hablaría más de sí misma y dejaría adivinar sus sufrimientos e incluso en pequeña medida su esencia profundamente femenina, reflejada en sus verdaderos valores de sabiduría y de amor a los más débiles. Pero el hecho de que al principio se prohibiera todo asomo de fragilidad y casi únicamente se preocupara por templar su carácter, haría después que esa debilidad, o ese asomo de “falsa debilidad” de su condición femenina, fueran conmovedoramente bellos.
Se trataba pues de una cuestión de vocación, de un imperante y urgente deseo de hacer algo por el bien de la humanidad, como si ya intuyera que viviría poco tiempo y que tenía que aprovecharlo al máximo. Había en ella una sensibilidad ardiente y muy pura al mismo tiempo, y aunque su orgullo, en cierto sentido, fuera grande, no sabía lo que era susceptibilidad; las heridas de amor no las tomaba en cuenta, y no dudaba en ir en busca de quienes creía que no la querían. Parecía como si desconociera lo que es el rencor, como si fuera incapaz de ira respecto de aquello que únicamente afectaba a su persona. Estaba, en este sentido, muy por encima del nivel común, más incluso por la pureza de sus sentimientos y la fuerza de su carácter, que por su propia inteligencia, que también.
A los quince años ingresó en el Instituto Henri IV, uno de los más prestigiosos de París, donde conoció y tuvo como profesor al filósofo Alain, su admirado maestro que se convertirá también en su amigo. Las teorías filosóficas de Simone se inician con las clases de Alain. Por lo demás, su carácter ya estaba formado y posiblemente hubiera ya elegido su camino. La rebelión contra las injusticias sociales, su desprecio por las costumbres burguesas, la indignación, la severidad respecto a los poderes públicos y la elección de ponerse al lado de los más pobres, con esa malicia con la que a veces se complacía en escandalizar a todos, no provenían de Alain. Estos eran rasgos propiamente suyos, con los que de antemano entroncaba ya con él. Cierto que Alain no predicaba la rebelión violenta, sino la obediencia a las instituciones en la mayoría de los casos, pues pensaba que las revoluciones acaban siempre por reforzar los poderes y hacer aún más esclavos a los ciudadanos. Pero inculcaba a sus alumnos un espíritu analítico, de resistencia, una voluntad de considerar libremente y mantener en sus justos límites, a través de la fuerza del control ejercido por la opinión, esos poderes que, en su parecer, siempre tiranizan a los ciudadanos. A él debe Simone probablemente la profundización de su rebeldía, el discernimiento de las más seguras causas de la tiranía y el rechazo de las falsas soluciones que acaban conduciendo a una tiranía aún mayor. Sin las ideas de Alain, quizá Simone hubiera despilfarrado su entrega al servicio de un partido de izquierdas. Pero en su voluntad de situarse siempre en el campo de los esclavizados, más que en construir a partir de su doctrina, Alain fue siempre para ella su referencia y su maestro.
La filosofía de Simone Weil se construye entonces en estos años a partir de la de Alain, prolongándola incluso cuando a veces parece que se opone a ella. Alain profesaba un verdadero culto por Platón, Descartes y Kant, a la vez que despreciaba a los presuntos y falsos filósofos, lo cual inculcaba a sus discípulos; no sentía ninguna estima por quienes cambian de partido o de religión: “una vez aceptada, hay que atenerse a la elección y esforzarse por hacerlabuena”, les decía. También les exhortaba a que escribieran lo más posible, convencido de que aprender a escribir bien es aprender a pensar bien, y les mandaba hacer deberes regularmente, en los que dieran forma a las ideas que se les ocurrieran sobre cualquier tema. Se podría hablar también de una especie de pasión de Alain por la moral, a pesar de que, en este sentido, su estilo era burlón y alejado de los insulsos moralistas de carril. Admiraba ingenua y apasionadamente las buenas y bellas acciones y sabía hablar de ellas como nadie, haciendo alarde de un gran poder de convicción ante sus alumnos. Para él, la verdad se relacionaba siempre con el deber y afirmaba que las doctrinas filosóficas eran verdaderas si implicaban la voluntad de gobernarse bien a uno mismo y practicarlas. Este culto a la voluntad, este dominio de sí misma, Simone lo practicó siempre en la medida que lo pensaba. De los filósofos modernos, probablemente era Descartes el preferido de Simone. Admiraba a Platón y a Kant, y también a Spinoza, pero fue Descartes el que eligió como tema para su licenciatura.
“Yo me hice enseguida amiga de Simone”, comenta la que fue su compañera de clase y más tarde su biógrafa Simone Pétrement: “Ella provocaba la discusión, obligaba a aclarar aquello que se pensaba, y una se sentía embarcada en una empresa común. No tardaría en conocer su generosidad, su coraje, la pureza de sus preocupaciones. Corría el rumor entonces de que era comunista y mis padres, por eso, no estaban muy contentos de mi amistad con ella. En vista de lo cual un día sentí la necesidad de decirles que Simone era una santa, lo que reflexionando después, me dí cuenta que era verdad.” Y continúa diciendo: “No puedo por menos de pensar que quizá sintiera cierta inclinación por Pierre Letellier,uno de sus grandes amigos. Desde luego, si por alguien la sentía en este período era por él. Lo cierto es que, poco antes de la guerra, un día me dijo que había experimentado cierto enamoramiento por uno de nuestros compañeros. Hablamos entonces del amor (lo que sólo muy raramente hacíamos) y siguió diciendo: ¿No has adivinado nada? Le contesté negativamente y no insistió más, pero me dejó la impresión de que quería a Letellier más que al resto de sus compañeros. Simone tenía un pudor feroz, que le hacía ocultar este tipo de sentimientos, si es que en algún momento los tuvo. En todo caso, el que una vez, en secreto y francamente, haya estado enamorada, no es desde luego algo que pueda disminuirla, sino todo lo contrario.”
El pequeño grupo de sus amigos no sólo se apasionaba por la filosofía, sino también por la política. Y aunque Simone no necesitaba que nadie le descubriera las estupideces e injusticias de la derecha, aprendió a distinguir también las de la izquierda y a no pelear ciegamente. Nunca se afilió a partidos políticos, aunque es cierto que se sintió atraída por el comunismo más que por ningún otro, y resulta difícilmente creíble que Simone hubiera podido afiliarse a él ni a nada que pudiera limitar su libertad de pensar o actuar. Los mismos escrúpulos que le impidieron afiliarse a un partido, le impidieron igualmente entrar en el seno de la iglesia católica, a pesar de sentir una profunda admiración por la figura de Cristo.
Algunos discípulos de Alain, entre los que se encontraba Simone, soñaban con organizar universidades populares. Eran conscientes de que la instrucción constituye una eficaz fuerza (“quizá la principal fuerza de nuestra época” dirá Simone), y de que sin esa fuerza el pueblo no podría nunca gobernar. Comprendían también que privar a la gente de los bienes del espíritu es aún más triste si cabe que privarlas de los bienes materiales. Pero las universidades populares habían fracasado anteriormente. Había que empezar de nuevo sobre una modesta base, para lo cual, en agosto de 1927, formaron una asociación que recibió el nombre de “Grupo de educación social”. Al grupo se unió André Weil y entre todos impartían clases de francés, matemáticas, física (electricidad industrial) y educación social cada quince días, los domingos por la mañana. Estas clases, a las que asistía una treintena de alumnos, se impartieron durante varios años y dieron a muchos la oportunidad de aprobar unas oposiciones y de mejorar su situación desarrollando su capacidad de reflexión y sus aptitudes para la vida.
El 27 de agosto de 1928 se firmaba en París el Pacto de Kellog, que ponía a la guerra “fuera de la ley”. Incluso los que dudaban de su eficacia lo acogieron con simpatía. “Volonté de Paix” publicaba en septiembre un manifiesto por el que se invitaba al público a que cobrara conciencia de este acto y presionara a los gobernantes para obligarlos a cumplir sus compromisos. El manifiesto exigía “el desarme total e inmediato”, así como la “destrucción del material de guerra y el cese de toda industria pública o privada de armas”. Reivindicaciones un tanto ingenuas, pero que Simone y sus amigos hicieron todo lo que pudieron por propagar. Su actividad intelectual no impedía que se comprometieran políticamente. Las cuestiones de la justicia social, la libertad democrática y la revolución formaban parte de su vida cotidiana al igual que el estudio de los grandes filósofos que les proponía Alain.
Cuando acabó sus estudios en el instituto, Simone comenzó a prepararse para entrar en la Escuela Normal Superior, para lo cual iba a la Sorbona donde se daban los cursos para preparar los exámenes de admisión. Allí tuvo un encuentro con la escritora Simone de Beauvoir, que ésta recuerda en sus “Memorias de una joven formal”: “Me intrigaba por su reputación de gran inteligencia y su curiosa forma de vestir; deambulaba por el patio de la Sorbona escoltada por una verdadera banda de antiguos alumnos de Alain; en uno de sus bolsillos del chaquetón llevaba siempre un número de Libres Propos (revista de filosofía en la que Alain escribía regularmente) y, en el otro, un ejemplar de L’Humanité. Por aquel entonces una hambruna acababa de devastar China, y me contaron que, al enterarse de la noticia, se había echado a llorar. Unas lágrimas que me obligaron a respetarla más aún que sus dotes filosóficas, pues envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella y, no sé cómo, entablamos conversación; afirmó de manera tajante que sólo una cosa importaba hoy: una revolución que permitiera comer a todo el mundo: Yo le contesté, de forma no menos tajante, que el problema no era lograr la felicidad de los hombres, sino dar un sentido a su existencia. Mirándome de arriba abajo, me dijo: “Ya se ve que tú nunca has sentido hambre”. Y hasta aquí llegaron nuestras relaciones. Me dí cuenta de que me había catalogado como “una pequeña burguesa espiritualista”, lo que me irritaba, ya que yo me consideraba emancipada de mi clase.”
Ya en la Escuela Normal siente el deseo de estar más cerca físicamente de los trabajadores para experimentar sus condiciones de vida. Quería probar lo que es el trabajo duro manual y, en el verano de 1929, en los meses de más calor, se fue a casa de una de sus tías en el Jura francés y allí arrancaba patatas de la tierra durante diez horas al día mientras conversaba y se hacía amiga de las familias campesinas. Lo curioso es que nunca tuvo habilidad manual, lo cual le trajo no pocos problemas cuando quiso trabajar como obrera, pues lo que se pedía en las fábricas era rapidez en el despacho industrial de las piezas elaboradas. Recordaba que su madre había intentado sin éxito enseñarla a coser y se le escapaba la aguja de las manos. No obstante, su fuerza de voluntad se impondría una vez más para salir adelante.
En 1930 obtuvo su título de estudios superiores, para lo que tuvo que presentar una tesina en la que estuvo trabajando durante todo el año y a la que puso por título “Ciencia y percepción en Descartes”. Había estudiado atentamente toda la obra del filósofo de principio a fin, y por tanto le habría sido muy fácil hacer sólo un trabajo de erudición y recibir el aplauso por aquello que en la Sorbona se hubiera considerado un buen trabajo, pero ella no quería quedarse en eso, quería entender a fondo el pensamiento cartesiano y encontrar la verdad que buscaba en su preocupación por el futuro de la humanidad. Huyendo del rigor científico y meramente teórico, se pregunta si la ciencia podría contribuir a establecer la igualdad y la libertad entre los seres humanos o si, por el contrario, lo que trae necesariamente es una nueva esclavitud. Para responder a esta pregunta Simone intenta remontarse al venero inicial de la ciencia moderna, y piensa que la principal fuente está en Descartes. El trabajo debió producirle escalofríos a su director, el historiador Brunschvicg, pero Simone siguió para su tesis el enfoque que había aprendido de Alain, el cual pensaba que las ideas no se pueden comprender y hacerlas comprender sin modelarlas uno mismo de nuevo y que por tanto, todo relato histórico debe ir acompañado de una búsqueda personal. La investigación histórica fría y erudita no merecía su interés. Ya en este trabajo aborda la cuestión de Dios, declarándola la única idea de un poder verdadero y real: “Sólo la idea de Dios testimonia su existencia. De ahí que sólo la idea de Dios sea la idea de un poder verdadero, y por lo tanto real. Si el Todopoderoso fuera una ficción de mi mente, yo misma podría ser una ficción, puesto que sólo existo en tanto que participo del Todopoderoso”. Para ella, Dios existe realmente, pero sorprende que entonces lo defina por ese atributo de todopoderoso, más que por la bondad, la belleza y la perfección con que lo definiría más tarde. Quizá en esa época la libertad y la acción fueran para ella más importantes, o acaso lo creyera así, sin saber aún que para ella lo más importante sería siempre hacer el bien. Simone termina su ensayo defendiendo y elogiando al trabajo como una fuerza redentora del ser humano en el mundo, y coloca a los trabajadores en primer lugar como protagonistas de este proceso de rescate y liberación.
En la medida en que se preparaba para obtener el título que la habilitaría para enseñar como profesora adjunta de filosofía, Simone sentía fuertemente el deseo de trabajar en una fábrica, y en 1931, ya licenciada, decide solicitar entrar como obrera, primero en la compañía eléctrica Alsthom y luego en la Renault. Quería poder “pensar con las manos” y estudiar sobre la “espiritualidad del trabajo”. Pero la fragilidad de su salud, unida a la crisis económica en Francia, no le permite llevar a cabo su sueño de ponerse a trabajar nada más terminar su examen y abandona de momento el proyecto, siendo nombrada profesora en el instituto de Le Puy. Comienza así una nueva etapa de su vida, en la que la enseñanza, el compromiso político y el contacto con los trabajadores van a ocupar todo su tiempo.
Los últimos años
En 1939, el estallido de la Segunda Guerra Mundial confirma los peores augurios sobre la imposibilidad de contrarrestar el estado totalitario y su deseo expansionista con medios pacíficos. Simone Weil siente no haber sido capaz de reaccionar antes, aunque reafirma sus consideraciones sobre la guerra, la violencia y el poder, que describe magistralmente en su trabajo “La Iliada o el poema de la fuerza”. Traduce directamente del griego el poema homérico, dando lugar a una extraordinaria versión propia y realizando una lúcida reflexión sobre la gran lección que podemos extraer de este poema épico, que ella ve como una especie de relato fundacional de nuestra cultura, afirmando la necesidad de “no creer nada al abrigo de la suerte, no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados”.
En 1940 abandona París, junto a sus padres, ante la persecución antisemita y pasará dos años en Marsella especialmente fructíferos en lo que se refiere a su búsqueda religiosa. Allí conoce al filósofo católico Gustave Thibon, en cuya explotación agrícola trabajaría algún tiempo, y al dominico Joseph-Marie Perrin, que serán los legatarios de gran parte de su obra. La inquietud interior que vive en Marsella parte de ese intento de conciliación entre la mentalidad pagana en la que había sido formada y la presencia de lo sobrenatural en su vida, un reto lleno para ella de contradicciones y dificultades en el que no se da tregua: mantiene inacabables conversaciones con sus amigos, busca consejo; traduce textos griegos y aprende sánscrito para leer el Bhagavad Gita; estudia las grandes religiones orientales, compara las perspectivas científicas de las distintas épocas y el significado de las figuras geométricas; relaciona diferentes visiones del arte y de la música… Toda su ingente cultura la pone al servicio de un solo objetivo: reajustar su pensamiento a la presencia sentida de Dios, que ha transformado todo su edificio mental. Sin embargo, Simone se aferra a los elementos que han regido su racionalidad desde sus años de estudios y, entre Jerusalén y Atenas, como símbolos de la herencia cultural de occidente, opta por el ideal griego y platónico, que conecta con Oriente, estableciendo un vínculo indisoluble entre el cristianismo, los mitos paganos y los símbolos cósmicos. El Dios que ella busca ahora no es el Dios omnipotente que ejerce su poder en la historia; es el Dios desposeído de todo poder, el Dios amoroso de los místicos de todas las religiones, el Dios que ha llegado a ella sin haberlo buscado directamente. Se siente empujada a una esfera en la que el dolor, el sufrimiento, la belleza y el amor se debaten en una convivencia desgarradora, de la que sabe que no puede huir sin traicionar su propia verdad. Su vida religiosa fue tan poco convencional como lo fue ella misma. Muy pocas personas fueron capaces en su tiempo de comprender la profundidad de su pensamiento heterodoxo, la autenticidad de su fe religiosa aconfesional y la radicalidad de su militancia obrera no partidista.
A principios de 1941 Simone elaboró un proyecto para tirarse en paracaídas en Checoeslovaquia, levantar a la gente contra Hitler y socorrer a los prisioneros, que resultó inviable. Pero la guerra continuaba y, siempre deseosa de ayudar a su patria, elabora otro proyecto para crear un cuerpo de enfermeras de primera línea, que ayuden a paliar el sufrimiento de los heridos en los campos de batalla, para los que veía esencial contar con la rapidez de los primeros auxilios. Ella misma ardía en deseos de entrar en el conflicto y ofrecer su ayuda.
En 1942 Simone partió con sus padres a los Estados Unidos en un viaje por mar que duraría un mes. En Nueva York continuó moviéndose para concretar el proyecto de las enfermeras y poder regresar a Europa. “Aquí, lejos del peligro y el hambre, me siento una desertora. Es algo que no soporto. Si esto dura mucho tiempo, creo que se me partirá el corazón”, escribe a Jacques Maritain: “…Quiero que me envíen de nuevo a Francia con instrucciones precisas y una misión clandestina, (…) aceptaría cualquier grado de peligro si pudiera hacer algo realmente útil. Mi vida no vale nada mientras París, mi ciudad natal, esté bajo la dominación alemana. No quiero que mi ciudad sea liberada sólo con la sangre de otros”. Consigue finalmente embarcar hacia Inglaterra en noviembre de 1942, despidiéndose para siempre de sus queridos padres.
En Inglaterra, Simone trabajó como redactora en una pequeña oficina donde todos se dedicaban a elaborar proyectos para la reorganización de la Francia de la posguerra. Un poco decepcionada por un trabajo que no le permitía estar en alguna misión de más riesgo como le hubiera gustado, se dedica a escribir sin parar bajo la influencia de una inspiración continua y febril, como previendo que le quedaba poco tiempo de vida.
El 15 de abril de 1943, la encontraron desmayada en el suelo de su habitación y la llevaron al hospital de Middlesex, donde su estado fue empeorando, y poco después la trasladaron al sanatorio de Grosvenor, en Ashford, pero ya los médicos no albergaban ninguna esperanza de vida. Antes de dejar el hospital, Simone vigiló cuidadosamente el embalaje de todos sus libros y papeles, llevándose algunos a mano, pensando que aún podría trabajar en el sanatorio. Al entrar en su habitación, con ventanas al campo, exclamó: “Un bello cuarto para morir”. Sus amigos se turnaban para estar con ella, pero había días en que sólo veía a las enfermeras y en los que sintió una profunda soledad. Efectivamente, allí expiró sola, la noche del 24 de agosto de 1943. Su muerte debió ser muy tranquila mientras dormía. “Debió sufrir una parada cardíaca durante el sueño, su aspecto era muy apacible”, certificó la doctora Broderick.
Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Ashford, en la sección reservada a los católicos, y sólo siete personas acudieron a despedirla. Habían hablado con un sacerdote para el entierro, pero se equivocó de tren y no llegó a tiempo. Uno de sus más queridos amigos, Maurice Schumann, tenía un misal y se arrodilló para leer unas plegarias que los demás respondieron, arrojando después sobre su tumba un ramo de flores atado con un lazo con los colores de la bandera francesa.
Conclusión
Fue después de su muerte cuando se empezaron a difundir sus escritos y se redimensionó su figura para convertirla en un símbolo de resistencia frente a la mediocridad cultural, un ejemplo de coherencia entre pensamiento y vida, de conciencia crítica de una sociedad insolidaria y un referente obligado para los creyentes sin iglesia. Después de más de cien años de su nacimiento, filósofos, literatos, teólogos, sociólogos y lectores de todo el mundo se sienten hoy atraídos por la autenticidad, la lucidez y la pureza del pensamiento de Simone Weil. Su concepción del amor y de la belleza, su libertad y su compromiso consigo misma y con la humanidad, llevaron a esta gran mujer a entregar su vida como una ofrenda permanente, una forma de santidad por encima de todos los dogmas religiosos.
Bibliografía:
- “Vida de Simone Weil”, Simone Pétrement, ed. Trotta, Madrid 1997
- “Simone Weil, la conciencia del dolor y de la belleza”, Edición de Emilia Bea (varios autores), ed. Trotta, Madrid 2010
- “El conocimiento sobrenatural” Simone Weil, ed. Trotta, Madrid 2003
Maria Angustias Carrillo de Albornoz