La civilización moderna aparece en la Historia como una verdadera anomalía: de todas las que conocemos, es la única que se ha desarrollado bajo un sentido puramente material, la única que no se apoya en ningún principio
Hubo un tiempo en que lo sagrado y lo profano vivían en armonía. Los hermetistas del Renacimiento intentaron rehabilitar esa Edad de Oro, que de alguna manera aún persistía en el siglo XII.
Estas dos corrientes de la Vida que la tradición universal simboliza a través del Verbo, se manifestaban como los dos movimientos de la respiración: expiración e inspiración, la fuerza centrífuga que huye de su origen y la fuerza centrípeta que va hacia su origen. Gracias a la primera la vida se difunde, se expande, crea; gracias a la segunda se regenera, se reorganiza y se renueva.
A partir de entonces y poco a poco Occidente va a perder su equilibrio en provecho de lo profano, de las cosas, y el progreso de la “cosificación” llega, en el paroxismo de nuestra decadencia, a considerarse como el Progreso sin más.
Paradójicamente, un orientalista como Henry Corbin (1) ha sido quien ha dado el mejor diagnóstico de esa enfermedad que él llama la “catástrofe cultural de Occidente”. En efecto, a finales del siglo XII los intelectuales occidentales redescubren la Sabiduría clásica transmitida por el aristotélico Averroes y los platónicos Ibn Arabî y Avicena. Sin embargo la “versión” averrísta se impone y con ello la Física de Aristóteles se convierte en el conocimiento precientífico de un mundo de cosas separado del mundo de los hombres. En otras palabras, el “Conócete a ti mismo” délfico se corta definitivamente de todo acceso a lo trascendente y desemboca en los dos sucedáneos de la modernidad: racionalismo y sentimentalismo.
El primero se encuentra en la base del positivismo, agnosticismo y de todas las desviaciones cientifistas de la época contemporánea. El segundo se convierte en el pilar de todas las desviaciones religiosas que, descontentas con lo que la razón puede otorgar, buscan otra cosa, pero lo hacen por el lado del instinto o de las emociones, es decir, por debajo de la razón y no por encima.
Tiempo es de dejar de lado las apariencias, puesto que incluso aquellos que se creen religiosos tienen una vivencia de lo sagrado terriblemente reducida y secundaria. Creyentes y no creyentes se comportan de forma muy parecida, y para la mayoría de los “espiritualistas” modernos, la afirmación de lo sobrenatural no tiene sino un valor teórico o simbólico. Todo ello es representativo de un materialismo práctico o de un nuevo materialismo espiritual que probablemente es más peligroso que el materialismo declarado, puesto que en esta nueva modalidad el sujeto no tiene real conciencia de su estado (2).
Para la mayoría, la Religión es tan sólo un problema de sentimiento, dado que se confunde la Religión con una moral pura y simple, dejando de lado la doctrina, que en definitiva es lo esencial, y bajo el pretexto de hacerla aceptable por la mentalidad del momento, se la rebaja y reduce a su expresión mínima.
Poco a poco, lo sagrado o esotérico, que está siempre relacionado con la interioridad del hombre tradicional, ha tenido que ocultarse por las presiones externas de la modernidad.
En efecto, podríamos trazar la historia de esa Filosofía Oculta, ocultación producida por los académicos oficiales, a través de los antagonismos de esas dos visiones irreductibles: los muy reconocidos Sastre, Merleau-Ponty, Ricoeur, Bergson, frente a los menos reconocidos Mircea Eliade, Carl-Gustav Jung, René Guénon, Henry Corbin o Gilbert Durand.
¡Siete siglos de ocultación! Bajo el signo de una catástrofe triple, según Henry Corbin: la secularización de las iglesias llevada a cabo por la Inquisición , la conversión de Occidente al aristotelismo de Averroes, y por fin la lanzada por Auguste Compte y su “ley de los tres estados”, según la cual la Humanidad comenzó por una fase primitiva o teológica, continuó a través de la filosofía durante su etapa adolescente y llegó a su madurez con el triunfo del positivismo y la razón.
Lo sagrado y lo profano se han separado desde hace demasiado tiempo y para nosotros, hijos de la modernidad, nos cuesta mucho concebir ese equilibrio de antaño. Intentemos al menos distinguir algunos de los caracteres que diferencian esas dos visiones del mundo.
En primer lugar se puede considerar el hecho de que los antiguos no separaban el hombre del mundo, el yo del no-yo, mientras que el occidental profano los ha cortado completamente, ha separado el yo pienso de las cosas pensadas, dualismo de la inteligencia moderna que desemboca en los totalitarismos y las intolerancias de una ideología monista que monopoliza el paraíso, bien sea en la tierra o en el cielo. Ese divorcio entre l Hombre y la Naturaleza , o ente la Fe y la Razón de la escolástica medieval, se convierte más tarde en el conflicto cuerpo-alma de los puritanos y de los cartesianos, y por último en el dualismo de la Psicología genética, para quien la personalidad se construye precisamente a partir de la separación entre el mundo y el yo.
Todas las disciplinas tradicionales se oponen a este deseo de ruptura. Por el contrario, persiguen un desarrollo de la conciencia a partir del descubrimiento de la unidad y la correlación de todas las cosas, en continua lucha contra las fuerzas de separación.
En la tradición hermética, el hombre no se presenta frente al mundo, los astros, las montañas o el bosque, la fauna o la flora, como un ser superior. El principio de la unidad de la creación es uno de los ejes fundamentales de todas las disciplinas tradicionales como la Astrología , la Alquimia o la Filosofía analógica del macro-microcosmos, en donde el cuerpo del hombre es el homólogo del firmamento, del aire y de la tierra.
La Astrología , por ejemplo, se construye a partir de la organización sistemática de esa simpatía ente el macro y el microcosmos, de esa filosofía de “firmas”. Lo que permite la reunión de un hecho humano con un astro celeste situado en algún lugar del Zodíaco, no es un determinismo impuesto. Se trata de un estado general de la Creación en un momento determinado que “firma”, es decir, que ratifica el acontecimiento humano al mismo tiempo que lo hace con el acontecimiento cósmico. El uno y el otro reciben un “humor” parecido, al decir de los médicos antiguos, o la misma “tintura”, según la expresión de los alquimistas. El hombre tradicional es un “antropocosmos”, es decir, que participa de todo lo que acontece en el conjunto del Universo (3).
La conciencia del hombre tradicional busca incansablemente la síntesis y la reunión: “Cuando el espíritu se encuentra agitado se produce la multiplicidad de los fenómenos; cuando se encuentra sereno, la multiplicidad desaparece”, nos dice la sabiduría budista.
La cultura occidental está desgarrada por la extroversión, el análisis, la clasificación, el culto a la “objetividad”. De ahí la divergencia constante de método, de la lógica, incluso de la razón y del contenido del saber. La visión del Universo del hombre moderno se halla fragmentada y reducida al nivel de la especialización.
La diferencia entre el saber tradicional y el conocimiento moderno se puede observar a través de la relación entre la Química y la Alquimia (que no hay que considerar como la búsqueda de recetas para fabricar oro). Lo que ha dado nacimiento a la Química moderna es la deformación producida por ese “espíritu agitado” durante la Edad Media , espíritu de aquellos que, incapaces de penetrar dentro del verdadero simbolismo, consideraron todo al pie de la letra, y creyendo que sólo se trataba de operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos desordenada. Esos desviacionistas, verdaderos precursores de los químicos modernos, eran considerados por los alquimistas como “sopladores” o “quemadores de carbón”. Así fue como la ciencia moderna se edificó con la materiales residuales que las Ciencias antiguas habían dejado a los ignorantes y a los profanos (4).
En la concepción universitaria, el postulado de la unidad se encuentra del lado de la “persona”, la máscara, y en contra de la desesperante pluralidad de los mundos. Esa unidad/igualdad postulada se defiende contra todo y contra todos y, como consecuencia, todo se masifica bajo ese modelo reducido basado en el “yo humano”.
Han sido necesarios todos los descubrimientos del Psicoanálisis y de la Psicología de profundidades para volver a darle a la personalidad el lugar modesto que le corresponde, y para mostrarle que detrás de la conciencia triunfante existe un inconsciente inmenso e insondable.
El hombre tradicional se considera múltiple, a imagen del Universo, pero el conocimiento de ese Universo le muestra, gracias al “lenguaje de los pájaros” de los alquimistas, que existe una unidad que sirve de modelo al hombre interior y que le marca el camino que hay que seguir. “A la soberbia de la razón, el hombre tradicional opone la modestia del hombre interior dialogando con el cielo o con el infierno, reconociéndose múltiple pero buscando la reunificación de su yo” (3).
A pesar de la crisis lanzada en el siglo XX por la Relatividad y la Mecánica ondulatoria, el Espacio y el Tiempo siguen ejerciendo en la mentalidad moderna una autoridad dictatorial: lo que existe es el objeto medible que ocupa un lugar único en un momento determinado. Así es como aparece el reino de la cantidad que vacía al mundo de toda tintura de calidad.
Frente a esa voluntad de uniformar el mundo, el hombre tradicional propone el camino simbólico del pensamiento y del universo pensado. Todo tiene un sentido, contiene una calidad oculta que no se puede descubrir por el razonamiento directo. En el extremo opuesto, Micheline Sauvage nos dice que “nuestra ciencia es positiva dado que no admite que las cosas puedan tener un reverso en donde se encuentre su naturaleza profunda” (5). El pensamiento simbólico es gnóstico, mientras que el pensamiento científico es agnóstico y por ello sólo cree que dos más dos son cuatro, es decir, que cree exclusivamente en lo que ve. Para el intelectual, científico o filósofo, el mundo es un conjunto de hechos transparentes. Para el hombre tradicional, en cambio, todo es ambiguo, todo tiene varios sentidos.
Para la mentalidad simbólica el Espacio no es el vacío de la geometría euclidiana, sino un conjunto de “lugares” con una extensión vital y múltiples direcciones, interior y exterior incluidas. Al Espacio pensado del hombre profano, el hombre antiguo opone el Espacio vivo, es decir, lleno de Vida, y no sólo existente por la experiencia vivida.
Las consecuencias del Tiempo integrado en el pensamiento simbólico son también muy significativas. Las célebres paradojas relacionadas con la Relatividad son moneda corriente en el mundo tradicional. Paracelso dice: “El pensamiento se puede transmitir desde un extremo al otro del océano, y el trabajo de un mes se puede realizar en un día”. El hilo irreversible del Tiempo empírico o histórico se rompe con facilidad con esos argumentos.
De todo ello se deduce la atemporalidad de la figura tradicional del hombre, su superioridad sobre la civilización técnica y sobre las máquinas que pasan de moda a toda velocidad. Como Gilbert Durand escribía hace ya 35 años: “Los que quedan son el poeta y el mago; el erudito pasa”. ¡En verdad, mientras que el mago sólo se reconoce en la aurora, Sastre lo hacía en la angustia de la nada!
Frente a la gigantesca máquina construida desde hace cuatro siglos por el “aprendiz de brujo” que son el erudito, el tecnócrata y el burócrata occidental, máquina que ya no controla su formidable fuerza de destrucción, se levanta el pequeño David, el “hombre de la promesa”, esos individuos e instituciones poco reconocidos que luchan para rehabilitar el hombre tradicional, a pesar de la enorme resistencia que ofrece el hombre moderno, el racionalista y el conservador religioso que no soportan que alguien pueda darles la gran lección, la lección de la Tradición , la única que puede hacernos descubrir los nuevos y siempre eternos “Caminos de la Verdad ”.
Fernando F.Fígares
Revista N.A. febrero 1993
Bibliografía:
- H. Corbin, Histoire de la philosophie islamique, Gallimard, París, 1964.
- R. Guénon, Symboleles fondamentaux de la Sciencie sacrée, Gallimard, París, 1962.
- G. Durand, Sciencie de l'homme et Tradition, Berg Int. París, 1979.
- R. Guénon, La crises du monde moderne, Gallimard, París, 1973.
- M. Sauvage, L'aventure philosophique, Ruchet-Chastel, 1966.
Dictionaires de Artes divinatoires, Tchoyu edit.
El origen de la ciudad de Granada parece misterioso. Muchos de sus rincones están envueltos en leyendas y fábulas que la han convertido en una ciudad mágica. Se han elaborado las teorías más increíbles, desde remontar su creación al bíblico Noé y a su nieto Túbal, pasando por Hércules y otros personajes mitológicos, hasta distintas civilizaciones mediterráneas de la antigüedad que arribaban a nuestras costas.
Varias ciudades constituyen el origen más directo de la Granada que hoy conocemos, pues se ha hecho referencia las antiguas Elvira y Garnata
Si repasan en las enciclopedias más importantes los datos biográficos de Washington Irving de todas ellas se extrae la misma conclusión: “fue un escritor de estilo facilón y una mediocridad hábil que debió su éxito, muy posiblemente, al hecho de ser el primer escritor y novelista de su país en ganar fama y reconocimiento popular en Europa
Numerosas son las leyendas transmitidas sobre el origen de Granada y el significado etimológico de su nombre. Una muy antigua atribuye el nombre y la fundación de Granada a una hija de Noé llamada Granada
"La Providencia ha favorecido maravillosamente a las provincias granadinas. De cielo tan risueño, de terreno tan fértil están dotadas que no ha faltado quien las compare con la mansión de los bienaventurados".
Comparable a aquellas antiguas urbes que constituyeron el eje y el centro del mundo conocido, como Delfos en Grecia o Cuzco en Perú, astral y geológicamente es un enclave magnético cuyos efectos puede percibirlos cualquier viajero que se acerque a ella con sensibilidad.
Los restos arqueológicos que han aflorado en algunos puntos de la ciudad, nos ofrecen noticias sobre los influyentes linajes e individuos ilustres, que la habitaron en los primeros siglos de nuestra Era.
Abu al-Hassan Alí al-Mandari al-Garnati fue una figura excepcional. Hizo renacer Tetuán y lloró siempre, calladamente, desde lejos, La tierra que le vio nacer.